Cada verano padezco el mismo síndrome: yo lo llamo ictericia cacereña. Me explico. Aprovecho las vacaciones para viajar, bien al extranjero o por España, por eso de que viajar, dicen, abre las mentes y amplía el horizonte del ombligo. Y es llegar al destino y empezar a desenamorarme de Cáceres. Allí donde voy, encuentro rastros de una modernidad, que aquí me cuesta descubrir. Placitas con terrazas encantadoras, centros históricos dinámicos y sin tráfico, bares y tiendas de diseño, calles comerciales limpias y sin garabatos en las fachadas... Hasta el rincón más chiquito parece haber cuidado esos detalles externos que enamoran al visitante. Entonces se me acumula la bilis y se manifiestan los primeros síntomas de mi ictericia estival. Despotrico --en la intimidad porque los trapos sucios se lavan en casa-- contra la dejadez de nuestra plaza Mayor, la suciedad de Pintores, el mesoneo gastado con menús turísticos de escasa calidad, la fealdad de las terrazas y esa falta de vida de esa parte antigua tan querida como abandonada. Me desquicio y me pregunto: ¿no viajan nuestros hosteleros? ¿nuestros comerciantes? ¿nuestros gobernantes? ¿No ven que otro Cáceres, más moderno y cuidado, es posible? Luego regreso a casa, a esta ciudad que me cabrea cuando estoy lejos. Los primeros días, la ictericia sigue latente. En una semana, estoy curada y me reconcilio de nuevo con la ciudad. Debe ser verdad que el amor es ciego. Eso, o que viajar no es bueno.