A principios de los 2000 no había un barrio en la ciudad que no tuviera su videoclub. Hasta una treintena se repartían por la capital cacereña y hacían común el gesto de alquilar cine para ver en casa el fin de semana. Ahora la realidad es otra. Y esta semana, tras casi tres décadas en el centro, el videoclub más antiguo de Cáceres, Intervideo, echa el cierre.

La clausura del establecimiento de Obispo Jesús Domínguez deja a Cáceres solo con dos espacios de alquiler de películas, uno en Llopis y otro en el corazón de Moctezuma y reaviva de nuevo el debate sobre la continuidad del negocio. La llegada de internet supuso un cambio de modelo en la manera de consumir cine al que muchos negocios no lograron adaptarse. Los videoclubs lanzaron su particular cruzada contra la piratería, pero el apoyo del Gobierno para acabar con las descargas ilegales y la bajada de los precios para ser competitivos parece no ser suficiente. Además, en los últimos dos años, la irrupción de plataformas de ‘streaming’ como Netflix o HBO se han sumado como competencia legal para los locales.

Algunos han decidido buscar una alternativa al cierre como Video Instan, el local de alquiler de cine más antiguo de Barcelona y tras una campaña de crowdfunding en la que consiguió 40.000 euros para financiar una nueva etapa en la que se acercará más a una sala de cine y a un punto de encuentro de cinéfilos. Pero otros, como en el caso del cacereño, no tienen más remedio que decir adiós. «¿Quién quiere un negocio que tiene pérdidas?», se pregunta Andrés Rivas, propietario del local a unos metros de la Mirat. Él lleva al frente del negocio alrededor de cinco años. Tiene 48. Antes, fue dirigido por la familia de su mujer. En una mezcla de nostalgia y alivio, ultima los detalles para decir adiós al negocio. Una pancarta en el escaparate fija el final el 30 de junio. Ni un día más, ni un día menos. Andrés atiende a este diario, pero no se detiene un segundo. No lo tiene. Debe clasificar los centenares de películas y poner fin al estoc que tiene acumulado. En veinte minutos, entran dos clientes. Uno compra unas chucherías y otro pregunta por una funda para la consola. «Tenemos muchas», responde Andrés, como si los pasillos de cintas quedaran en un segundo plano.

Mientras marca los precios de las palomitas, muestra los últimos títulos al inicio de la tienda. Nombra unas cuantas cintas de cine independiente, de fuera del circuito, y muestra algunas rarezas con la carátula en italiano. Todas están a la venta. Desde que decidió deshacerse del negocio, Andrés puso precio a todas las películas: tres euros. En el último mes, las estanterías se han ido vaciando de material y reconoce que ha hecho más caja con la venta que en los últimos meses. «Un día un cliente se llevó 400 euros en películas», apostilla. De hecho, ha creado una página en Facebook que ha sumado gran respuesta en las últimas semanas. Lamenta que la acogida del último mes no se asemeje a la de los últimos años. Las cuentas no salen.

Andrés recuerda que antes agotaban hasta las bolsas de gominolas que él mismo se encargaba de confeccionar en su tiempo libre. Intervideo fue uno de los primeros espacios que introdujo el modelo americano de alquiler de cine que incluía la compra de tentempiés. Recuerda también el número de clientes que aparte de consumir cine, acudían al videoclub a charlar sobre cine o a mirar las carátulas de sus cintas favoritas hasta que se decidían por alguna. Lamenta que eso se pierda con internet, al que culpa del ocaso del alquiler físico de cine. Ahora cambia radicalmente de profesión aunque no abandonará el cine como afición y reconoce que el futuro del videoclub es tan incierto como el romanticismo que lo envuelve.