¡Ah Capitán, mi Capitán!. Nuestro viaje ha terminado; el navío ha aguantado todos los embates del mar. El puerto está cerca; ya se oyen las campanas y los gozosos gritos del pueblo, mientras los ojos se fijan en su firme quilla, en su casco sucio y audaz. Más ¡ay corazón, corazón!. ¡Ay las sangrientas gotas de roja sangre en el puente, donde mi Capitán yace frío y muerto! Querido Isaac: estas desgarradoras palabras, dolientes y afligidas, que Walt Whitman expresó ante la muerte de Lincoln, han acudido a mi mente estos días, en los que tu imagen y la de tu familia, ocupan una parte considerable de la misma.

Hace muchos, muchos años que te conozco. Te recuerdo, con tus gafillas y tu aire de intelectual, saliendo de las Josefinas, en tropel, junto a tus compañeros. Te recuerdo en casa, con Elena, Juanma y otros amigos, haciendo los deberes, alrededor de la mesa de la cocina, en la que os podíais sentar todos juntos Ya de mayor, te he visto muchas veces, sobre todo en los últimos veranos en que habéis organizado y disfrutado, Patricia, Elena, Héctor y tú, vuestras merecidas vacaciones. Y sin embargo, a pesar de todo, no he sido capaz de acercarme a ti; no he sido capaz de decirte nada porque, en estas situaciones, las palabras no sirven. Al menos, a mi no me sirven. No he sido capaz de acercarme a tu hermana. No he logrado ni siquiera aproximarme a tu madre, a la que no conozco y en la que tanto he pensado, pero que, desde el fatídico día 6 de enero, se ha convertido en la mujer que, desde el fondo de mi corazón, más honda ternura me ha inspirado, que más horas ha robado a mi sueño; la mujer a la que más profundamente he compadecido, porque únicamente si se es madre puede comprenderse el significado de un hijo, algo profunda e inmensamente querido, vital y necesario, el ancla que nos ata a la vida y cuya pérdida se deja sentir en todos los momentos que nos restan de la nuestra, relativizando todo lo demás; la mujer que más dolorosamente ha estrujado mi corazón, porque al ponerme en su lugar, la angustia, el vómito y la ansiedad me han sobrecogido y, temblando, han hecho aparecer esas pequeñas perlas de tempestad, esas miles de lágrimas que tililando sobre los párpados, acaban cayendo a chorros sobre nuestras mejillas.

Tú también, Isaac, has contribuido con tu actitud, tan madura para tu edad; con tus declaraciones en el periódico, con tus comentarios sobre tu padre y tu hermano, sus modos de ser, sus proyectos y su pérdida, en suma; con tus prudentes y mesuradas opiniones sobre el vil asesino, desprovistas de odio y venganza, interesándote únicamente en evitar que a nadie pueda sucederle algo parecido.. Has contribuído, repito, a que mis emociones se desborden y a que tu tristeza, ante semejante tragedia, sea de alguna manera también mía, también nuestra, de todas las personas que se han solidarizado con toda tu familia ante unas muertes tan injustas, tan imprevisibles y que tanto dolor y desgarro os han ocasionado a vosotros y han puesto, una vez más, el grito de alarma ante una sociedad cada vez más amenazada.

Petrarca señaló que una muerte puede dar honor a toda una vida, arrebatando primero a los mejores y dejando vivos a los culpables. Los buenos mueren los primeros y aquellos cuyo corazón es tan seco como el polvo del verano, aquellos que no son capaces de dominar sus instintos, su rabia o su odio y violencia ciegas, ojalá ardan y se consuman hasta la raíz. Tu padre y Alex, el Presi, el hijo, vuestro hermano, el amigo... de alguna forma no han muerto, ya que vivirán para siempre en los corazones de todas las personas que han dejado tras ellos, en los corazones de todos cuantos les querían. Os envío con todo mi cariño a ti --principalmente-- y a toda tu familia, un fuerte abrazo y mi sincero y emocionado deseo de fortaleza para afrontar, juntos, el futuro.

*Isaac Clemente es hermano de Alejandro, asesinado en La Madrila.