TAtdiós, verano tórrido del 2010. Cuando aparezcan estas letras ya será otoño; pero a ver si lo es de verdad, y se va de una vez esa flama candente que nos ha tenido en ascuas durante esos malhadados meses de estío y verano. Menos mal que nosotros tuvimos la suerte de esquivar las calorinas del ferragosto en aquellos pagos verdes y frescos de Santander.

Este escrito de hoy es un recuerdo para el último escenario montañés de hogaño. A la vuelta, antes de atravesar la gran Castilla y llegar al encinar de los campos cacereños, pasamos un día en tierras de Reinosa y del Alto Campoo. A un par de tiros de piedra de esa magnífica, y aterida en invierno, población meridional santanderina, está Fontibre, y allá fuimos, a ver cómo, en un soto ameno de espesa arboleda, brota un hilito de agua cana que acaba convirtiéndose, unos metros más abajo, nada menos que en el cauce del más largo río peninsular, que nombra a toda una cordillera y a toda la península. El Ebro, el río íbero, que nace ahí, pegadito al Pico Tres Mares y luego se vuelve enorme embalse de agua azulísima y sugestiva, antes de emprender ese largo viaje por Aragón hacia las aguas del Mare Nostrum.

Al otro lado de la autovía, enfrente de Reinosa, hacia poniente, muy cerca del dicho embalse del Ebro, nuestro amigo Dámaso nos llevó a Iulóbriga, que, como vuesas mercedes suponen, fue "castra romanorum" y donde un servidor, ya se imaginan, se deshizo de interés y fervor contemplando la huella indeleble de nuestros antiguos padres.

Pero además, el buen sentido de las gentes del norte, no como otras, tiene allí montado un tinglado de observación admirable. Porque no únicamente ruinas bien conservadas, sino todo un museo de restos romanos, en un magnífico ambiente reproductor de cómo era la vida cotidiana de aquellos nuestros fundadores de la patria. Qué envidia.

Pasamos la linde imperceptible de eso que ahora llamamos Cantabria y entramos por carreteritas solitarias en el mundo de las altas tierras palentinas, el Norte de Castilla, el llamado también Alto Campoo. Pueblitos pequeños, de piedra y madera, en los que la tenue urdimbre del verano pone algún que otro latido de vida, y que, sin embargo, presumimos quietecitos y apagados en los largos meses de invierno, cuando cae ese manto de nieve y negror, en las largas veladas nocturnas de brasero y lumbre.

Qué nombres tan sugestivos y qué recuerdo tan entrañable: Bolmir, La Izara, Brañosera, Cervera de Pisuerga, Aguilar de Campoo- y Valberzoso.

Seis o siete casas estupendas, grandes, amplias, de esa piedra de cantería característica y esa madera oscura. Valle de brezos; alturas y soledades de cordilleras en la misma raya de estas dos regiones, que llamamos comunidades, y que en realidad es el mismo territorio, la misma gente, el mismísimo ámbito y el único latido de esta región antiquísima de España; donde creció, y desde la que se expandió, este idioma nuestro, afán de devaneos espirituales.

Bueno, pues nuestros amigos Berto y Rosa tienen casa en Valberzoso, y como son tan encantadores nos llevaron a comer a su hogar y nos deleitaron con unas carnes de ternera a la brasa, y de cordero, que no olvidaremos fácilmente. Para postre, Rosa nos enseñó uno de esos milagros con que el Arte y la Historia han obsequiado tan generosamente a esta geografía entrañable: la iglesia románica de Valberzoso, una recoleta y adorable maravilla. Gracias de corazón por todo, amigos.