"En el piso vivimos cinco compañeras: tres chicas y dos cucarachas. La casa es nueva, pero con humedad, y el mobiliario precario: los muebles de la cocina no cierran, la mesa del salón es la puerta del armario de una compañera, y las maderas y muelles del sofá se clavan (la casera lo arregló poniendo fundas). Todo por el módico precio de 400 euros". Esta es una de las aventuras relatadas ayer en la Facultad de Filosofía y Letras, donde la Plataforma por una Vivienda Digna instaló un atril para que los jóvenes narrasen sus experiencias en el mercado inmobiliario. Sin embargo, el acto apenas tuvo eco y solo participaron los miembros del colectivo --que dieron a conocer sus propios casos y los que ha recabado entre los estudiantes--, y algún universitario comprometido.

El panorama, desolador. Ninguno de los intervinientes tenía en perspectiva emanciparse durante los próximos años debido a la dificultad de acceder a una hipoteca con trabajos eventuales, "que son los que encontramos hoy: locales de comida rápida, multinacionales...". El alquiler tampoco parece una opción por los precios, salvo en el caso de los universitarios, donde el coste corre por cuenta de los padres. "A este paso nos espera un trabajo precario, una casa precaria y una vida precaria, y los jóvenes de hoy tienen la rebeldía cada vez más adormecida por la televisión", lamentó Luis Gilbello, estudiante de Derecho, que vive con sus padres en la urbanización Los Rosales y cree que deberá hacerlo por mucho tiempo "antes de poder afrontar una hipoteca de 40 o 50 años. Mueres y no la has pagado. Es una situación indigna", denuncia.

Otro universitario de 25 años cuenta su experiencia: "Alquilé un piso con dos compañeros en la plaza de Italia. Estaba muy viejo, pero era lo más económico que vimos tal y como suben los precios. Al final nos salió caro: para evitar el frío tuvimos que poner plásticos en la ventana". También se confiesa un estudiante de 24 años: "Después del puente, cuando volvimos al piso alquilado, nos llegaba el agua por los tobillos debido a las goteras y humedades. El casero se negó a arreglarlo porque decía que no había contrato y suponía un gasto excesivo".

Belén Llanos, de 29 años, todavía no ha vivido estas desventuras: sus trabajos temporales como monitora de ocio y tiempo libre le obligan a seguir viviendo con sus padres en Aldea Moret. "Me gustaría independizarme, pero no puedo, necesito encontrar un empleo más estable para meterme en un piso. Otros compañeros están peor", afirma. Por su parte, Armando Cuenca, de 27 años, se considera un privilegiado cuando mira a su alrededor: "Vivo con mis padres y ahora tengo un empleo de administrativo en la Asamblea por el que gano 1.000 euros, pero de momento no puedo plantearme comprar una casa".

Ni sartenes, ni mantas...

José Antonio Gil, de 19 años, estudia dos carreras a la vez, por eso ha decidido dejar un piso de alquiler para trasladarse a una residencia, donde tiene más tiempo para el estudio. "La casa estaba en Nueva Cáceres y en general no podíamos quejarnos, pero pagábamos 500 euros entre cuatro compañeros, más transporte diario, manutención... La cosa está difícil para los jóvenes", señaló ayer. Otro estudiante de 23 años lo lleva peor: la casa no dispone de sartenes, ni mantas, ni brasero. "Además, me costaba 210 euros y se vino a vivir un compañero. Hablamos con la casera y subió a 280 sin ofrecer más. Al final negociamos y ella ganó: 250 euros".

Son algunos de los casos relatados ayer en la facultad, pero apenas despertaron interés pese a que el atril se instaló en el hall de entrada, un paso continuo hacia la cafetería, que, eso sí, estaba más concurrida.