Antonio Avila, que se casó con Enriqueta Díaz y procedían de Madroñera, tuvieron cinco hijos: Florián, Francisco, que murió de chiquitín, Diego, José y Laureana, a la que todos llamaban Lauri. Antonio era maestro de obras, viajaba por Aldeacentenera, Garciaz..., a donde acudía con caballerías para hacer los trabajos que le encargaba la gente de postín. Un día fueron al pueblo unos ingenieros y eligieron a Antonio, tras pasar unas pruebas, para hacer una carretera, pero se echó la guerra encima, las cosas se pusieron feas en el pueblo y Antonio, con toda su familia, se trasladó a Cáceres.

Al llegar se metieron en una fonda de Margallo, donde alquilaron una habitación, poco después se fueron a una nave de Peña Aguda y después al Parador de la Esperanza, que estaba en la Cruz, frente al Parador del Carmen y al lado de unas dependencias de la policía y de los Santos Pérez. Alrededor había preciosos chalets, como el de los Manzano o el de la familia Mirat. En el parador de la Esperanza los Gómez vendían fruta, y la hija de Antonio iba al colegio de las Carmelitas, que estaba cerca de San Mateo, con la hermana Pilar, la hermana Isabel y la hermana Luisa.

El parador lo llevaban los Casero, tenía una puerta de cristales y a continuación un portalón con un embarcadero para el ganado. Allí estuvieron un tiempo hasta que Antonio le hizo una casa en el número 11 de Hernán Cortés (conocida antes como ronda del Hospital) a Irene, a la que todos llamaban la Jerta (dicen que porque era de Jerte) y que tenía un comestible en la Berrocala. La Jerta alquiló por 10 pesetas uno de los pisos a Antonio. Delante de aquella casa había tres eucaliptos y por ella pasaban a diario los militares que iban a hacer maniobras y también los zapateros de Las Hurdes.

Los Avila eran vecinos de don Fructuoso Ruiz, que era teniente de la guardia civil; del señor Lesme, que estuvo en Francia; del señor Rufino, más conocido como El bigotes y su mujer Dolores; de don Celestino Arroyo, casado con doña Amalia; de las Corrales y de Miguel de San Vicente, que estaba en Correos y era padre de Morenito de Cáceres.

La Pedrera

Por allí había una fábrica de gaseosas, y vivía el señor Camisón, que tenía unos pocos de hijos y un bar en las Cuatro Esquinas. Más allá estaba el teniente Cano y un lugar al que llamaban La Pedrera, que estaba donde está la parroquia de San José y que era el sitio donde los hombres iban a cagar.

Las mujeres acudían a la fuente de La Madrila, con el cantarino en la cabeza en busca de agua, hasta que Diego, uno de los hijos de Antonio, se hizo de un carrillo con dos agujeros a los que puso una goma alrededor y colocó en ellos los cántaros para hacer más fácil el transporte de la mercancía. En las casas se guardaba entonces un tinajón, que se tapaba con una madera cilíndrica sobre la que se colocaba un vaso, que era el que se utilizaba para sacar el agua necesaria para el hogar.

Antonio Avila enfermó de corazón, a los 47 años falleció y se llevó con él la llave de la despensa porque aunque lo habían nombrado capataz de la diputación no llevaba trabajando el tiempo suficiente como para que a su mujer le quedara una pensión de viudedad.

Pero Enriqueta, lista como pocas, sacó a sus hijos adelante. Y lo hizo de la siguiente manera: en aquella época en el hospital había muchos chinches y piojos, así que Enriqueta pensó que podía alojar a huéspedes convalecientes, especialmente venidos de los pueblos que para terminarse de recuperar preferían el calor de la casa de los Avila a la frialdad de un incómodo hospital. Cuando el hospedaje aumentaba, Enriqueta sacaba unas colchonetas, las colocaba sobre el suelo, y sus hijos dormían en ellas o bien se repartían en casa de los vecinos, que eran como una familia.

Aquellas noches la sacrificada Enriqueta las pasaba sentada en una silla, en esa casa tan bonita de Hernán Cortés, con su patio compartido con la Jerta y sus paredes hechas a base de cal y canto.

La única hija de Enriqueta era Lauri, que durante su infancia en Madroñera jugaba con sus primas a las pintas, que no eran más que judías pintas que tiraban a un hoyo como si fueran bolindres. Un día Lauri participó en una obra de teatro en la que hacía de fotógrafo. En una de las escenas tenía que hacerle una foto a un baturro. El baturro, airado, debía levantar la pierna y cargarse de una patada la cámara fotográfica de Lauri. Pero el chaval no atinó bien y en lugar de darle a la cámara le dio a la nariz de Lauri, que sufrió un tremendo trompazo. Aquella obra se representó en un corral que estaba en la llamada calle de los Ricos de Madroñera, donde había tres bailes: el de los señores, el de los artesanos (que eran los que trabajaban) y el de los porreros (que solían llevar unas botas muy grandes con tachuelas).

Lauri creció en Cáceres y a los 14 años se puso a trabajar, junto a su amiga María, que vivía en la Berrocala, en una fábrica de higos que montaron unos valencianos en Gil Cordero, donde está Nevasa. Cada día Lauri salía de su casa, pasaba delante del sanatorio de don Andrés Mera, que estaba en Virgen de Guadalupe, donde Galerías Madrid, luego delante de los antiaéreos y de ahí a la fábrica a través de un camino sin asfaltar que cuando llovía se convertía en un aparatoso barrizal.

Pero a Lauri no le gustaba aquel trabajo, así que decidió irse a coser a la calle Colón con doña Matilde Albiac, que junto a Dioni eran dos de las modistas más conocidas de toda la ciudad. Con doña Matilde estuvo Lauri hasta que llegó a Cáceres don Eloy Cercas, que era un especialista de corazón y pulmón que puso su consulta por bajo del sanatorio de don Pedro Ledesma en la avenida Virgen de la Montaña. Don Eloy era de Aldeacentenera y como el padre de Lauri estuvo trabajando allí habían cogido gran amistad, así que don Eloy pensó en Lauri para que asistiera las consultas y llevar a revelar el chasis con las radiografías a Javier.

Lauri estuvo trabajando hasta que se casó con Agustín Pérez Mogollón, cuyos padres tenían frutería y pescadería en el mercado del Foro de los Balbos y eran familia de Las Manolitas, las de la peluquería de la Clavellina. Como Agustín tenía un tío en Cádiz que era exportador, el pescado que vendían allí era de primera calidad. Agustín y Lauri se conocieron en Cánovas. Estaba ella sentada en un banco con su amiga Cipri Camisón cuando Agustín pasó por delante. Se quedó tan prendado de ella que al domingo siguiente volvieron a coincidir. Ella tenía 22 años, a los 24 ya estaban casados. La boda se ofició un 12 de octubre de 1951 en Santa María, los casó don Félix, y lo festejaron en El Lechuga, un restaurante que estaba en la avenida de Alemania.

La hechura del traje se la regaló doña Matilde, la tela, sus suegros. La ropa interior la cosió la señora Pilar con la tela que un hermano de Lauri le envió de Francia, país del que también le mandó el sombrero. Lauri se casó de negro porque en casa estaban de luto por la muerte de su padre. Eso sí, llevaba guantes blancos y azucenas. Iba radiante, de riguroso estreno porque ella no quería que le pasara como a otras novias, que la calle las desnudaba con la mirada cuando se percataba de que todo lo que llevaban era prestado.

Tras el viaje de novios a la frontera francesa, el matrimonio volvió a Cáceres. La madre de Lauri les puso una habitación en su casa de Hernán Cortés, donde colocaron un dormitorio que les hizo un carpintero que estaba en las traseras del Capitol.

Agustín seguía en el negocio del mercado que compaginó con La Gaditana, una tienda que abrió en el barrio de Luna donde vendieron fruta y pesca primero y luego ampliaron a comestibles. Lauri se fue al puesto del mercado, donde también trabajaban su cuñada Matilde; Antonio el Castañero; Marciana; Chato, hermano de Antonio El Churri; Manolino el de Tambo...

Los mellizos

La pareja tuvo seis hijos: Vicente, José Enrique, Teresa y Marcelino que son mellizos, María del Rosario y Florián. El nacimiento de los mellizos fue un acontecimiento porque nadie los esperaba. En esa época, claro, no existían las ecografías y había que conformarse con una trompetilla de madera que los ginecólogos colocaban en el vientre de la madre en busca de un latido, pero que hacía imperceptible el número de criaturas que iban a llegar.

En aquel embarazo Lauri engordó de forma mayúscula. El médico le recomendó unas pastillas pensando que aquello era acumulación de líquido, así que orinó 16 litros en cuatro días aunque su barriga seguía siendo la misma. Al llegar el momento del parto el primero en salir fue Marcelino, que pesó 3 kilos y medio. Pepita Moríñigo, que era la comadrona, le dijo entonces a Lauri: "Parece que la placenta viene un poquino pegada" . Le puso una inyección para despegarla, pero ¡¡zas!! no salió la placenta sino la preciosa Teresa.

A los 12 meses de nacer los mellizos, se fueron a vivir a la calle de la Gloria, en la parte antigua, en una casa propiedad de un señor que vivía en Villalobos y trabajaba en el Artesanos. Allí residían también la señora Carmen, que vivía con sus hijas Fernanda y Emilia, que se casó con Felipe, que era policía municipal y que tiraba de la oreja a los muchachos pero siempre los convidaba a caramelos. Luego estaban Lola la de Traba, que trabajó en Telefónica, Román y Pilar, Félix Chamizo, Jacinto y María Luisa, Ana y Ciborro, Aurelia que era limpiadora del Banco Hispanoamericano, y Adelaida, que trabajaba en el hospital.

El barrio era como La Macarena, con las puertas abiertas de par en par y los polvorones de casa en casa en Nochebuena. La Gaditana cerró cuando los autoservicios se reprodujeron como setas. Agustín se colocó con Zaragoza en la pescadería de San Juan y luego entró en Pollos y Huevos Santos.

Agustín falleció hace tres años y Lauri sigue en la calle de la Gloria. Sus hijos la acompañan, pero a veces escapa y viaja en el tiempo a Madroñera, a la obra de teatro donde le rompieron la nariz, y luego vuelve a Cáceres, al parador de la Esperanza, al número 11 de Hernán Cortés, al banco de Cánovas donde conoció a su amor, a La Gaditana, y a aquella cama donde tras la inyección de Pepita Moríñigo descubrió el sorpresivo milagro de la vida.