En abril, Grecia acordó el cierre del campo de refugiados de Idomeni y la creación de 15 centros para acoger a las 8.500 personas que vivían en él. Uno de los lugares escogidos fue Termópilas, un desfiladero de aguas termales que presta su nombre a una histórica batalla y en donde ahora se libra otra cruenta lucha. "Hasta allí se desplazaron 500 personas. Te explican que tienen tres muertes: la de Siria, donde las bombas han matado a sus mujeres, sus maridos o hijos. La del Mediterráneo, al que llegan sólo con una maleta que, a veces, tienen que abandonar. Y la de Grecia. No entienden la razón por la que están ahí y no les dejan salir", describe Patricia Sierra, maestra en Cañaveral, natural de Gargáligas, una entidad menor de Don Benito, y afincada en Cáceres. Acaba de volver de la región griega tras un mes como voluntaria.

Patricia tiene 37 años y pertenece a la Plataforma Pro-refugiados de Cáceres. Salió de España el pasado 11 de julio en un avión hacia Grecia. Una entrada en el facebook de una amiga la terminó de ganar para esta competencia. "Ponía que se necesitaban dos manos y una sonrisa y dije: ¡Pues me subo!", cuenta. Lo que se encontró al llegar a Termópilas la descolocó. "No me lo esperaba. El lugar se encuentra en un parque nacional, con un pinar y una cascada con aguas de azufre. El olor es horroroso. También hay muchos mosquitos, pulgas y garrapatas", dice. Aunque el problema está dentro. "500 personas viven hacinadas en 70 habitaciones. Y desde marzo. A algunos los sacaron de Idomeni, los metieron en un autobús y los dejaron ahí, en medio de un pinar. Sin nada. Otros llegaron directamente", recuerda.

Además de sirios, en el centro de acogida de Termópilas también viven kurdos e iraníes, éstos últimos en menor número. Se les prometió una zona a una hora de Atenas, pero la actual se encuentra a tres. Y las condiciones de vida, afirma Patricia, son infrahumanas. "Las habitaciones son como de hotel, pero en ellas viven ocho personas. En algunas viven dos familias enteras. No tienen ventanas. Tampoco puertas. Sólo mosquiteras que hemos puesto los voluntarios. Algunos tienen colchones, pero otros no. Decidieron sacarlos afuera porque se les llenaron de chinches", lamenta Patricia, que también denuncia el escaso alimento del que disponen los refugiados. "Han comido lo mismo durante los cinco meses: un tetrabrik de zumo de naranja y un cruasán de chocolate para desayunar, un trozo de pan con otros hidratos de carbono como arroz o pasta para almorzar, y siempre el mismo bocadillo para la cena: pan con dos lonchas de queso y algunos trozos de pollo".

NECESIDADES

Pero Patricia y el resto de voluntarios echaban de menos otros servicios. Dice la profesora que falta apoyo psicológico. Lo que más. "Le pedimos a los niños que se dibujaran a ellos mismos. Y se pintaron con su ropa, con todo lo suyo, pero llorando. Les dijimos: ¡Pero si no estáis llorando! Y nos respondieron: por dentro sí", rememora Patricia, que cifra en 100 los menores que habitan en el centro de Termópilas. "Psicológicamente no se encuentran bien. Algunos se quieren ir a Siria a morir con sus familias". Tampoco hay hospital. "Nacieron 8 niños en el mes que yo estuve allí. Los llevábamos al hospital de un pueblo de al lado con el único coche que teníamos, el que había alquilado yo", afirma.

Patricia y el resto de voluntarios han intentado paliar esta situación en la medida de sus posibilidades. Han creado registros de todas las personas que viven allí, han ayudado a los refugiados a organizarse en profesiones (carpinteros, maestros...), han impulsado una escuela y comprado máquinas de coser o bicicletas para que puedan moverse. "Tenemos además unos huertos que se autogestionan. La siembra va muy bien. También hay talleres de abalorios...", confirma. Todo financiado por ellos mismos o por donaciones de particulares. Casi sin ayudas a mayor escala. "Las grandes oenegés, simplemente, no están. Tampoco llega nada de la Unión Europea", avisa. Ella ha puesto de su bolsillo ya casi 2.000 euros.

La experiencia ha resultado tan intensa que piensa repetirla en Navidades. Y también cuenta historias singulares. "Las mujeres nos dijeron que no querían pensar. Las reuní y organizamos aerobic y gimnasia de mantenimiento. ¡Imagínate a unas chicas árabes bailando zumba!. Se quitaron el velo y ya sólo querían hacer eso", recuerda Patricia, que guarda un rincón especial para un episodio que vivió con Omar, un refugiado de 18 años. "Me quedo con las horas que he echado para que este chaval no se suicidara. Vivía en un pueblo gobernado por el Daesh y lo obligaban a presenciar ejecuciones, latigazos y otros castigos". Y se despide con un claro mensaje. "Son personas maravillosas. Hay que seguir ayudando. Que no se olvide. Que se normalice es algo malo. Necesitamos que Europa abra el grifo y que llegue mucha más ayuda". .