TTtambién Locillos. Puede leerse escrito de ambas formas en variedad de sitios. Buscamos por ahí y nos dicen que en el romance hispano (¿castellano?) existía "lucillo" con significado de sepulcro; y que en el latín vulgar estaba "locellum", como cofrecillo. Bueno, lucillo o locillo tantos nos da ahora; el caso es que hemos estado en el Canchal de los Lucillos, ¡ya era hora!, después de toda una vida de verlo desde el otro lado del río. Expliquemos.

Antaño, cuando cazábamos conejos al salto en los terrenos de la sociedad local deportiva, pateábamos, a veces, aquellos parajes solitarios que hay en la solana de las Jaras, de la de Enmedio y de la de Abajo. Sí hombre; por allí por las Burgueñas, los Torrucos, Moleón, el cerro Gordo o de Malaseritas, etc. Al otro lado de las aguas del Tajo, veíamos los canchales de la orilla sur, término de Garrovillas o de Alcántara: la Posesión, el Bodegón, el Castillo, Carcaboso, en fin; y allí, enfrente de Moleón, el promontorio fragoso en el que ubicábamos el Canchal de los Locillos.

Hemos dejado pasar toda una vida para llegar por fin a mirar el mundo desde su altura. Porque hay más. También antaño, cuando andábamos indagando en los orígenes de nuestra patria chica, pudimos leer en los libros del archivo parroquial, antes de que se los llevaran del lugar, que allá en no sé qué años del medievo, cuando se dio el caso de una fortísima sequía, tanta que el mismo Tajo quedó cuarteado en charcos, allá, par de Los Lucillos, quedó un gran piélago de agua del que acehucheños y ceclavineros se servían, a pesar de los hostigamientos que hacían sobre los cristianos los moros de aquella fortaleza. Y algunas cosas y noticias más que ahora malrecuerdo.

En una mañana gris de junio, un poco a salvo de los días de chajuán insoportable con que nos despide esta cruel primavera, pusimos derrota al susodicho paraje. Pasamos nuestra entrañable Villa del Garro y nos desviamos por la carretera de Mata. En un punto determinado tomamos ya el carril que discurre paralelo al curso del río y, un par de leguas al fondo, después de la frondosa vega del Arroyo de las Vacas, llegamos a una angarilla con candado, que nos vedaba el paso del auto; de modo que, pie a tierra, sorteamos el incoveniente y dimos cara al cerro de La Muralla.

Esta es otra. ¿Habrá algún resto de la antigüedad que no haya visitado este nuestro buen amigo y prócer geólogo? Bueno, pues nos cuenta que allí hay un castro de la Edad del Bronce y que allí encontraron restos romanos. Leímos en los textos sobre la delimitación del término de nuestro pueblo que los moros ocuparon lo que ya estaba construido con anterioridad. Don José Viu también escribió noticias interesantes sobre este escarpado paraje.

Eruditos tienen las ciencias de la Historia y de la Arqueología, y nosotros disfrutamos de los datos que nos proporcionan; pero item más: Otro día en el que hemos sentido ese inefable placer de estar en un lugar, que fue nido, cuna y sepultura de otros hombres y otras costumbres. ¿Qué qué hay allí?

Restos de lienzos de paredes fuertes. Una enorme cantidad de piedras que fueron otrora muralla de defensa y baluarte de resistencia. Y un panorama sugestivo como pocos; sobre todos para los que, como un servidor, los hemos conocido escopeta al hombro. Allá, la confluencia del Tajo y la Rivera de Fresneda forman una pequeña mar oceana de inefable belleza. Acá, en la propiedad del Castillo, una casa en obras y otra a medio camino denotan la esporádica presencia del hombre. Y poco más: el pertinaz ganado vacuno, el viento de poniente, la soledad...