Cuando usted y yo éramos pequeños, hace ya algunos años, la noche de los Reyes Magos venía envuelta en una magia especial. Y no era sólo por los juguetes. Desde el comienzo de las navidades, quizá por la influencia del frío y de la niebla, quizá por la tensión emocional que se iba acumulando en el ambiente, la visita de los magos de Oriente liberaba el misterio o miedo que acumulábamos durante todo el período de las vacaciones.

Es verdad que entonces el ambiente era propicio y nuestros padres se lo trabajaban bastante. Sin menospreciar la fidelidad y calidad de los regalos, se preocupaban además por propiciar un entorno realista o por elevar la tensión del momento si era necesario. Quizá usted recuerde cómo preparaban hasta el más mínimo detalle el avituallamiento de los camellos, cómo les dejaban las briznas de hierba para señalarles el camino y, por supuesto, no estaba de más algún cigarrito para calmar los nervios de los pajes. Quizá también se acuerde de cómo nos metían en la cama bien temprano y en un espacio de tiempo indeterminado comenzaban los ruidos en el 'sobrao' imitando el sonido de los cascos de los camellos, mientras nos acurrucábamos debajo de las sábanas y se nos erizaba la piel incapaces de conciliar el sueño tan necesario esa noche. Algo de magia hemos perdido, ¿no cree? Puede que fijemos mucho la vista en el fin y descuidemos el medio que tanto misterio y tanto atractivo le añadía al asunto. O, simplemente, puede que no tengamos tiempo para tanto adorno y vayamos directamente al fondo de la cuestión como en otros aspectos de nuestra vida cotidiana. No sé qué pensará usted, pero yo creo que tanto ir al grano nos priva de un montón de emociones y nos hace menos humanos, más homogéneos.

Durante estas navidades, he visto niños en edad de creer dirigiendo la compra como si de una elección cualquiera se tratara, como si fuera una efeméride prevista, segura y ordinaria, sin ninguna ilusión añadida. Y yo creo que si a esto le quitamos la magia que siempre ha tenido, nos queda poca cosa: un montón de plásticos sin alma y recuerdos impersonales, demasiado parecidos unos a otros.