Como una estupenda actriz barroca, Pepa Zaragoza nos cuenta con natural viveza su alejamiento de los corrales de comedias y su conversión en una santa anacoreta. Entra la divina Baltasara de los Reyes y va estrechando la mano de los espectadores, mientras juega con la sonoridad de su nombre y de otros también muy sonoros como Tiburcia, mientras está escuchando al buen actor y polifacético Nacho Vera, que ha estado tocando diversos instrumentos y cantando muy suaves canciones místicas; éste hace con ella de marido, padre, eco suyo y a ratos de obispo y confesor de la arrepentida actriz, que también canta y baila admirablemente. Ella, al tiempo que nos confiesa que ha ido perdiendo su gran afición teatral y su afán de gozar los placeres mundanos, se va despojando poco a poco de su miriñaque y poniéndose unos andrajos, otras un chaleco para hacer de condesa, su último papel, o un vistoso vestido para bailar una danza oriental. También se sube en más de una ocasión a un frenético e infantil caballito, al que ha hecho que trote mediante una moneda, mientras se sincera con nosotros, como si estuviera ente amigos: «Por qué me bajé de las tablas? Por miedo al clero que nos atizaba llamando rameras a las faranduleras? Más bien porque quería ganarme el cielo alejándome de la soberbia propiciada por la fama y de alguna lujuria. Cierto que , mientras interpretaba el papel de condesa, a mitad de la función, oí la voz de Dios, invitándome a dejar este engañoso mundo de vanos aplausos y entrara en mi interior, donde noté cómo un luminoso dardo penetraba en mi dubitativo corazón, que se iba inflamando en ardiente amor a mi Amado, al igual que le pasó y contó la mística santa Teresa».Después de desmelenarse en una loca zarabanda, su última danza, para la que se vistió con un hermoso traje blanco, se fue desvistiendo y confesándonos que «este mundo teatral no es para mí, por ello me bajé en plena función. Yo no quiero que me decle santa el Obispo dentro de un convento, yo solo deseo a Dios en soledad y plena libertad en una cueva, como la de Cartagena» . Y le dieron la vuelta al giratorio kiosco, que a ratos era un camerino de maquillaje, otras un confesionario con campanilla y al fin una cueva, en la que se encierra, después de recitar a Lope de Vega, alguna de cuyas letrillas canta a dúo con su polifacético marido Miguel. Y antes de hacerse anacoreta, se extasía mirando un gran copa llena de agua, como queriendo así lavarse de sus yerros y ansiar la silenciosa paz de su cueva.

Pepa Zaragoza deslumbró a los entusiastas espectadores por su cercana naturalidad y verosímil expresividad. Entre bravos y muchos aplausos al final dio las gracias a todos en nombre de la autora extremeña de la obra Inma Chacón y de su buen director Chani Martín..