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La imagen de Máxima Parra en el salón de la casa de San Marquino donde vive hace casi 30 años parece un cuadro. Con su traje negro, sentada en la camilla y el pelo recogido en un moño, demuestra que vivir es lo mejor del ser humano. Ayer cumplió cien años, un siglo en el corazón y en el cuerpo que no le ha pasado otra factura que las arrugas que se adueñan de su cara y de sus manos.

"Está muy bien. Ha hablado con sus hijos que están en Madrid, Bilbao y Asturias", asegura su yerno Florentino para explicar el estado de salud de esta arroyana que ha tenido seis vástagos, a los que sacó adelante en solitario desde los 33 años cuando se quedó viuda.

Ama de casa, había defendido antes su pan trayendo las piezas de alfarería que su marido hacía en su taller de Arroyo, desde donde venía andando a la ciudad. Luego, recogió la aceituna, bordó y planchó lo que hizo falta para sacar adelante a Teodora, Claudia, Nati, Marcelo, Juan y Francisco, éstos dos últimos ya fallecidos. "He trabajado mucho y estoy muy orgullosa de mi familia", afirma Máxima en voz baja.

Su mejor tesoro han sido después sus 20 nietos, 24 biznietos y dos tataranietos. La mayor es su hija Teodora, de 74 años, y Juan, el menor, de un año y medio. Todos celebraron ayer con ella, en persona o en la distancia, un cumpleaños muy especial en el que no faltaron los dulces y un ramo de flores que adornó la habitación donde transcurre su vida.

Ayer demostraba, con un teléfono en las manos, estar en plenas facultades para comunicarse con los seres queridos que viven en otros lugares. Hasta hace pocos meses era ella la que se dejaba el sillón para responder a las llamadas de sus familiares. "Le gusta levantarse y que le dé un paseo por la casa", afirma su hija Claudia, de 69 años, con la que vive por temporadas. "No hemos querido llevarla a ninguna residencia porque aquí es feliz", aseguran.

Una vecina muy querida

Prueba de ello es el cariño que le ha recibido de sus vecinos de San Marquino, que ayer vivieron también el centenario de Máxima como un día especial. "La conoce todo el mundo. Antes le gustaba salir a tomar el sol con otras vecinas cerca de la carretera que sube al santuario de la Montaña", dicen sus hijas, quienes destacan el buen apetito de la abuela y las ocho horas que duerme del tirón, además de una siesta de dos horas.

Desde la ventana de su casa en la calle del Sol, la abuela de San Marquino disfruta del privilegio de vivir mientras divisa el horizonte de la sierra de Gredos y el verde del campo en otoño. Mañana tiene una nueva cita con la luz del día.