‘El Intermedio’, de La Sexta, ha puesto el foco en su conmovedora historia, la misma que ha retratado con maestría y personalidad en ‘Porkulo, el cisne que aprendió a combatir’, la obra donde el actor y director cacereño Carlos Costa relata el calvario que sufrió en su pueblo, Madroñera, debido a su condición sexual. El montaje de la compañía Mortificación Teatro, de cuyo reparto también forma parte Germán Prenta, ha rodado por Madrid, Sevilla y Galicia. En todas la ciudades el público ha salido estremecido.

La obra comienza con un texto de la filósofa Beatriz Preciado titulado ‘Terror anal’ que defiende que ser hombre no es ser un culo sellado, y que precisamente la defensa de la homosexualidad es el arma más letal contra el avance neoconservador; un vehículo para la defensa de leyes de igualdad y diversidad sexual. La trama realiza posteriormente un recorrido histórico por los ataques que han sufrido los homosexuales desde la Iglesia o el franquismo.

Después desemboca en el bullying que Carlos padeció, y de ahí culmina en una rebelión, con críticas incluidas al colectivo por su acomodamiento, «porque parece que hemos hecho todo y, no, aún queda mucho camino que recorrer», indica Costa. El final es, no obstante, esperanzador, y muestra a un ejército pacífico que consigue alzarse con las libertades deseadas (magnífico ese texto que incluye de Pedro Lemebel, reconocido escritor y artista plástico chileno).

Carlos Costa tiene 26 años, pero una experiencia vital y una valentía sin duda ejemplarizantes. «El mejor apoyo que encontré, además del de mis padres, fue el de una profesora. Mi primer recuerdo se remonta a los 5 años, cuando llevé una caja de muñecas al colegio, me la patearon entera y me la rompieron. Pero mucho antes de aquello hubo otros episodios, lo que ocurre es que la memoria intenta borrar algunos recuerdos para evitar que te atormenten», confiesa el actor.

«En el colegio sufrí discriminación, y en el instituto, violencia. En bastantes ocasiones hubo violencia física; la violencia verbal era diaria. Solo tenía dos amigas, no tenía más. Me llamaban maricón y mi nombre dejó de existir. Ya no era Carlos, era ‘el maricón’. Un día me acorraló un chaval, me dio una patada. Me atreví a contestarle y la reacción del instituto fue expulsarnos a los dos».

Pero había más. «Me perseguían. Un día lo hicieron 20 de ellos. Me persiguieron por todo el pueblo. Logré llegar a casa. Cerré con llave, bajé las persianas. Ellos seguían en la puerta, yo dentro. Entonces en mi pueblo no había internet, mi padre estaba en el campo y no tenía cobertura. Me quedé encerrado en mi propia casa hasta que él llegó. Nunca contaba nada, supongo que por miedo. Aquel día mi padre se encaró con ellos».

Las clases de Educación Física se convirtieron en otro vía crucis. «Tuve que dejar de ducharme con el resto. Se metían conmigo, me lanzaban cosas, me gritaban maricón, muerde almohadas. En aquel tiempo tuve la suerte de que un chico de Garciaz, que era gay, llegó al instituto, entonces dejé de pensar que yo era un bicho raro», asegura.

«En mi pueblo todos los de mi entorno eran heterosexuales así que realmente no sabía qué era ser homosexual. Pensaba que era un caso extraño, no sabía qué me estaba pasando. La primera referencia que tuve fue en un libro que decía que la homosexualidad era una desviación. Solo hablaba con un compañero, pero al final él también cayó en la histeria colectiva y me quedé sin amigos».

Se trasladó a Cáceres, pero las cosas poco cambiaron. Un día recibió una amenaza de un grupo nazi de Trujillo: «Me dijeron que me iban a matar por ser maricón. Fui a la comisaría y allí me explicaron que hasta que no hubiera agresión no podían hacer nada. Y pensé: tendrán que matarme para que alguien me haga caso».

Así que hizo las maletas, se marchó a Sevilla a estudiar Arte Dramático y de allí a Madrid, la ciudad donde actualmente reside, para formarse en Dirección. Ahora, su historia ya acumula dos premios, el Nazario de la capital hispalense y el Piel de Gallina, de Galicia.

Los espectadores no quedan indiferentes. «Al terminar la obra, la gente tiene tanta necesidad de abrazarnos que acuden al camerino». El escenario se convierte en un universo psicológico, con fotos de su infancia, música de su pueblo. Y todo para hacer ver que, en ocasiones, solo la fuerza de la libertad impide que tu nombre deje de existir.