Durante muchos siglos la mitad de la humanidad, los hombres, ha minusvalorado, marginado y violentado a la otra parte, las mujeres. Para que esta situación se consolidara sin excesivos problemas y fuera aceptada por las propias mujeres no bastaba la fuerza bruta sino que era necesario dotarse de un discurso riguroso y respaldarlo con una autoridad prestigiosa de manera que incluso las mujeres lo aceptaran y lo agradecieran.

Y se acudió a dos autoridades indiscutibles, los dioses y la naturaleza, y al instrumento de transmisión más eficaz posible, la educación. De los designios de los dioses poco puede decirse pues ya se sabe que son insondables y quienes han sido depositarios de sus revelaciones, casualmente hombres por lo general, se han cuidado de presentarlos de tal manera que incluso las mujeres tengan por una bendición haber recibido tal condición.

En cuanto a la naturaleza, han resaltado las diferencias con el objetivo de establecer una línea de separación entre ambos lo que ha conducido a ignorar la igualdad fundamental: ambos son personas. La constitución física y las reacciones químicas consecuentes, se nos ha dicho, dan lugar a diferencias insalvables y las virtudes masculinas se han considerado superiores hasta el punto de ser la base de la sociedad.

Estas dos líneas de pensamiento, juntas o separadas, han conformado el sustrato ideológico de la educación durante siglos. La familia, la escuela y la sociedad han transmitido estos mantras. La fuerza y la agresividad, virtudes concedidas en exclusiva al sexo masculino, no solo han sido considerados los motores de todos los avances sociales sino que han respaldado los discursos teóricos y servido de freno a la posible rebelión de las mujeres.

Ahora que la experiencia pone en solfa las diferencias se demuestra que las leyes naturales ni eran leyes ni naturales y la actuación de las mujeres en puestos de responsabilidad nos dice que los dioses o sus intérpretes se equivocaron.