A mediados del siglo XIX, la burguesía española, ya fuera la ganadera cacereña o la industrial bilbaína, necesitaba lugares para el encuentro y el negocio y nacieron los cafés. En 1853, abría en la calle Pintores el café de la Esperanza y en 1871, en el Arenal de Bilbao, se inauguraba el café Boulevard.

Medio siglo después, los cafés proliferaban. En 1907, Felipe Montalbán, un empresario de Badajoz, llegaba a Cáceres y ponía una caseta en la plaza Mayor, el café Santa Catalina, que se trasladaría a la calle Paneras y en 1913 se instalaría definitivamente en la esquina de General Ezponda con la plaza Mayor. En esos años (1903), abría en los jardines de Albia de Bilbao el café Iruña.

El Santa Catalina tenía tres plantas. En el salón principal, decorado en elegantes tonos verdes, había un bello friso de maderas y espejos donde se reflejaban sus camareros vestidos de esmoquin. Contaba con cinco amplios ventanales y con la segunda puerta giratoria de la ciudad tras la instalada en la banca Sánchez.

LA GRANJA Y EL JAMEC

Curiosamente, el Iruña bilbaíno también instalaba en esas fechas una puerta giratoria y, por seguir con este paralelismo vasco extremeño, la decoración con estructura modernista de fundición se repetiría en cafés posteriores como el bilbaíno La Granja (1926), o el cacereño Jámec, inaugurado en 1935 en Pintores.

El Jámec se llamaba así por las cinco inciales de los hijos de su fundador, Eugenio Alonso. Por él pasaron desde el fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, en 1935, hasta el filósofo José Ortega y Gasset, que pernoctó durante un mes en una de sus 17 habitaciones. También durmió allí en 1936 el general Yagüe, de quien se recuerda que, en una noche de alegría, improvisó un mitin subido a una mesa.

Aquellos cafés clásicos, a los que habría que añadir el cacereño Avenida de la avenida de España, abierto en 1940 por Virgilio Alejandre y Carlos Alonso Paniagua, destacaban por sus amplios ventanales luminosos, muy codiciados por la clientela, que permitían tomar café viendo la calle.

Pero el paralelismo entre Bilbao y Cáceres se rompe muy pronto. El café de la Esperanza desaparece enseguida. El Santa Catalina deja paso al hotel Europa en 1931. En 1972 cierra el Avenida y el Jámec, que fue el que más resistió, murió en 1980. Sucumbieron al empuje de los bancos y de los comercios textiles. Sin embargo, el Boulevard pervive en Bilbao, al igual que La Granja y el Iruña. Y en otras ciudades, los cafés clásicos resisten gracias a su actividad hostelera: Derby (Santiago), Dindurra (Gijón), Novelty (Salamanca), etcétera.

La ciudad feliz dio la espalda a sus cafés-institución a la francesa y se dejó deslumbrar por modernos locales a la americana o a la inglesa como Acuario, Fara o Drink Pub, que abrieron casi al mismo tiempo que cerraban el Jámec, el Avenida o el Metropol.

En esos años (1980), visitó Cáceres el escritor Ramón Carnicer tomando apuntes para su libro Las américas peninsulares , dedicado a Extremadura, donde dejaría escrito: "En Cáceres hay una atroz penuria de cafés o bares de asiento; en su casi totalidad son de barra y taburete". A esta penuria vendría a poner remedio el Gran Café, que recogiendo el testigo de los cafés de siempre, se inauguraría en 1983 con una decoración neomodernista, pero sin mesas ventaneras.

Veinte años después, el Gran Café se ha convertido en una institución cacereña que, al estilo del Iruña o el Gijón, organiza certémenes y actividades, pero en la ciudad feliz sigue vivo el misterio de sus cafés: ¿Por qué casi no tienen ventanales para observar el exterior, como sucede en Madrid, París, Sevilla o Amsterdam? ¿Por qué se colocan cortinillas en sus cristaleras? ¿Por qué los cacereños, tan amigos de la luz y la calle, prefieren hoy, al contrario que hace 30 años, la intimidad y la luz artificial cuando entran en el café?