El muy ilustre y admirado Charles-Louis de Secondat, Barón de Montesquieu, fue en vida un destacado pensador, autor de numerosas obras de ciencia política que sirvieron de guía a sus coetáneos para encauzar y desarrollar los términos en los que se debían establecer los objetivos más racionales para conseguir que el Estado, fuera Monarquía o República se constituyera como un ente de Derecho, de acuerdo con la Ley, para implantar y garantizar la Justicia; en el que primaran como valores incontrovertibles la fraternidad entre los hombres y los pueblos; el libre albedrío y que “ningún ciudadano tuviera que sentir miedo de los otros”, como escribía en uno de sus enjundiosos ensayos.

Emblemas filosóficos y morales impuestos ya en Inglaterra por la revolución de Cromwell; los mismos por los que lucharían los franceses, cuarenta años después, en su gloriosa Revolución Francesa, que estableció los carriles sociopolíticos por los que hoy camina de la Humanidad.

En su obra más destacada: “El Espíritu de las Leyes”, criticó la irracionalidad de los regímenes imperantes hasta entonces: Monarquías absolutas - como la francesa -, oligarquías nobiliarias o Repúblicas aristocráticas, en las que ciertas familias o minorías privilegiadas se imponían a las poblaciones más numerosas de ciudadanos de manera tiránica; merced a normas injustas, decretadas por ellas mismas, que se atribuían la totalidad del poder; bien en razón de su origen noble, por su dinero o simplemente por la fuerza que detentaban.

Normas y privilegios que contradecían la “ley natural” y el derecho igualitario de todos los hombres a la felicidad; que es el objetivo supremo de la Ciencia y de la Historia.

La felicidad de los pueblos fue, sin duda, el eje argumental de su pensamiento y de su filosofía. Pero para alcanzarla habría que cimentar a las sociedades políticas sobre poderes contrapuestos. Poderes que se vigilasen y coartasen unos a otros para evitar la tiranía.

Por ello estableció como principio de su filosofía la separación e independencia de cada uno de estos “poderes”, que él cifró en tres: el “legislativo”, que normativizaba la vida ciudadana; el “ejecutivo”, que hacía cumplir lo legislado; y el “judicial” que juzgaba y condenaba a aquellos que no cumplieran las leyes que se habían promulgado en nombre del pueblo, no del Monarca.

De esta manera se contrarrestaban y compensaban unos magistrados a otros, denunciando y condenando los abusos de cualquiera de ellos.

Quedan aún muchas dudas sobre la composición y autonomía de los más altos Tribunales de control; que responden a decisiones gubernativas, a propuestas partidistas o a interrelaciones de poder no bien especificadas en la Constitución.

Por otra parte, también han ido surgiendo nuevos “poderes”, que en el tiempo de Montesquieu ni siquiera existían, pero que hoy son determinantes en el funcionamiento oculto - sin elección ni control popular - de las instituciones del Estado.

Son nuevos centros de decisión que tienden a manipular y modificar en su provecho las grandes resoluciones con implicación económica; que cada vez están más presentes en el escenario político para trastocar las sabias enseñanzas de Montesquieu, en vez de procurar mejorarlas. H