Andaban en la memoria, aún recientes, las venturas y aventuras perdigoneras de Pepe Murillo, que tan sentida y admirablemente nos ha contado en su libro ´Los Riberos del Salor´, cuando, ¡Oh, voluntad divina!, nos llamó N.H. para concertarnos en Membrío, la villa que se asoma a ese mundo imponente de las tierras monteras, las que forman un lado y otro del Salor, río que fluye hacia el norte, en busca de su padre el Tajo.

"Mira. Te pones ahí. Hay licencia para abatir dos venados. Y cochinos, los que puedas. Que te vaya bien". Félix, el postor, se largó colocando a los otros integrantes de la armada. ¡Cristo bendito! ¡Sierra de San Pedro! ¡La montería por excelencia! De repente, Alfonso Onceno, el Anónimo de Almazán, Juan Mateo, Covarsí y el Conde de Yebes aparecieron por el llano y se sentaron junto a mí para examinar mis pasos y hechos.

Un día azul y ventoso el último de enero. Céfiro airado desde el llano hasta la mancha del ribero. A poco de mi estancia, comenzó el ir y venir, por la llanura encinada, de grupos de ciervas y jovenzuelos, que huían de los perrazos de las rehalas.

En mis manos, el HK se esmorecía cuando, por los bordes de la mancha, deambulaba ´Monsieur Renard´-"Un montero cabal ha de ignorar al raposo" me increparon mis históricos fantasmas. Pues así será, pero me tercié el rifle y le dejé a la zorra un plomito del 30.06, que la sumió en el sueño eterno. ¿Y allá al fondo, en lontananza? ¿Brozas acaso, o es Carbajo, el pueblito blanco que se dibuja en la distancia?

Pasó N.H. a lomos de corcel, tañiendo la caracola con toques de rebato o de recogida. "¡Cumple con tu deber, remedo indigno de montero!", me increpaba Juan Mateos. Ergo, por el llano iban cuatro o seis ciervas, y un venado algo más atrás. Puse el punto de mira sobre la paleta delantera derecha del ciervo y- apreté el gatillo.

Segunda jornada. La lluvia del alba nos llevaba hacia Aliseda cuando charlábamos en el coche de Ricardo, padre e hijo, nuestros amigos, y sin embargo, vecinos.

"Tú, hoy, de sacristán del niño. Que tengáis suerte". Y N.H. nos dejó de nuevo en manos de Félix, el postor. Eduardo y Cuco, compañeros de armada, nos llevaron hasta la mera encina de la tablilla. ¡Oh, marco sensorial, goce de ojos y oídos! ¡Oh, ventura de los sentidos! Una suave ladera hasta el cauce de un canoro arroyo y, al fondo, la solana densa de la mancha. "Hacia abajo no tiréis. Lo hacéis a lo que llegue y a lo que pase".

El garzón Rodrigo vigilaba, tenso, la espesura frente a él; mientras yo, tras el tronco de la encina, mondaba naranjas y percibía la abstracción del escenario de la caza.

El HK, en sus manos, detuvo el tiempo (y la vida) de un fugaz venado y de un hosco jabalí de espesas cerdas. ¡Por Jesucristo vivo, estos muchachos insolentes! Yo me conformé, desarmado, con contemplar, impotente, cómo huían ante mí cinco de mis anheladas raposas con su polisón al viento.

En la hora de la libación, mediado el día, la cordialidad y atención de la gente montera y, apenas iniciada la hora vespertina, emprendimos el camino de regreso. Dulce lluvia de invierno sobre los campos monteros.