Han visto graves accidentes y los peores homicidios, entierros multitudinarios y funerales tristemente solos. Guardan en su trayectoria un buen repertorio de anécdotas que ilustran lo mejor y lo peor del ser humano, "capaz del mayor amor y de la mayor codicia", afirman. EL PERIODICO ha querido conocer las experiencias de las personas que tratan a diario con cadáveres. Lo primero que llama la atención de todas ellas es su buen talante, su vitalismo, su sentido práctico. Tantos años mirando a la muerte de frente les ha hecho comprender que es inevitable, pero impredecible, "por eso no merece la pensar en ella, sino disfrutar de la vida", declaran.

Y es que el ceremonial que rodea a los difuntos ha cambiado en muchos aspectos. Las personas no se velan en las casas, la mayoría acaba sus días en el hospital y son trasladadas a tanatorios con cafetería y aire acondicionado. Los antiguos amortajamientos han dejado paso a prácticas más agradables. Ahora los muertos son maquillados y peinados, incluso se tapan sus heridas. No hay pueblo sin un velatorio propio o cercano, o al menos en proyecto. En consonancia, el personal del sector también ha evolucionado. Ya no son funerarios sombríos ni sepultureros de pico y pala, sino profesionales que pasan oposiciones con varios exámenes y se forman en cursos, incluidas las técnicas de tratamiento a familiares.

RESPETO, NO IMPLICACION En su trabajo han aprendido a no dejarse afectar por las circunstancias que les rodean --salvo casos inevitables--, sin perder nunca el respeto por los fallecidos, y con mucho tacto hacia sus familias. Saben que tratan con las personas en momentos muy difíciles, y tanto su experiencia como su formación les han enseñado el mejor modo de actuar, siempre con calma y tranquilidad. Lo peor, afirman, es el sufrimiento de los allegados, porque los difuntos "ya no padecen, ya no están".

Curiosamente, todos coinciden en que las personas queremos lo mejor hasta el final, incluidos los ataúdes de calidad, las coronas exuberantes y los coches fúnebres de marca. Porque la muerte, dicen, forma parte de la vida misma.