En los primeros días del mes de noviembre la muerte tiene un protagonismo especial en nuestro entorno. Sea por la fiesta de Halloween con sus disfraces, importada de los países anglosajones, o sea por la tradición más arraigada de visitar los cementerios, recordando a los familiares y amigos difuntos.

Fuera de estos días, podemos decir que procuramos arrinconarla como uno de las grandes cuestiones tabú para el hombre de hoy. Cabría decir que se dan entre nosotros cuatro actitudes diversas ante la muerte, que conllevan también un estilo de vida.

La primera de ellas podría expresarse con la conocida frase que dice: "comamos y bebamos que mañana moriremos". Es una postura bastante superficial y frívola que nace de la idea de que si con la muerte se acaba todo, hay que estrujar egoístamente la vida que se nos escapa, pasándolo bien, caiga quien caiga.

La segunda actitud es de desesperación. Si la vida misma es un absurdo llena de penalidades, la muerte es todavía más absurda. Es una postura existencial que provoca desgana y tristeza permanentes.

La tercera actitud es la de aquellos que no creen en un "más allá" pero se toman muy en serio la vida presente. Piensan que con su esfuerzo diario podrán dejar en herencia a las futuras generaciones un mundo más habitable que el que ellos encontraron. No creen en un cielo pero luchan por una tierra mejor.

La cuarta actitud, que debería ser también la de los cristianos, es la misma que la anterior pero con una profunda fe en la transcendencia. Es la de quienes precisamente se toman en serio esta vida porque creen en un "más allá". Piensan que este mundo tiene mucha importancia y lo aman, pero no como algo definitivo.

Ven la vida eterna conectada a la vida presente y entienden su fe no como un simple pasaporte para bien morir, sino como una fuerza que les impulsa a vivir solidariamente.