35 años. El confinamiento le pilló en Descargamaría, el pueblo de su familia materna, el lugar donde su abuelo, don Lorenzo, ejerció de médico. Juan Giralt Rueda acumula un tesoro de currículum. Nacido en Madrid, es entre otras muchas especialidades, ingeniero de montes, ha viajado por el mundo, ha trabajado en Reino Unido y hasta hace poco realizaba un doctorado en la estación biológica de Doñana a través de la beca Marie Curie de la Comisión Europea y de La Caixa. Los efectos del coronavirus han hecho cambiar su forma de ver el mundo. Ahora recupera huertos y olivos de sus antepasados que estaban abandonados desde hacía mucho tiempo y también escribe cuentos.

En ellos relata cómo «la vida en el pueblo discurre al margen de la vida», más bien al margen de lo que en todas las ocasiones llamamos erróneamente vida. «En este mundo se necesita una esencia mínima que por desgracia ha desaparecido», explica mientras retira las piedras que tras las últimas lluvias han bajado con fuerza desde el río y dificultan el flujo de la acequia.

«La esencia es pura magia; es la magia que hace que el ser humano se reconozca a sí mismo como parte de la naturaleza», cuenta Juan al tiempo que detalla que sus escritos no inventan, «transmiten lo que hay». A lo largo de su trayectoria profesional ha compartido pareceres con científicos, ha participado en congresos, no ha parado de ir de un lado para otro...

Pero no ha sido hasta llegar a Descargamaría que ha entendido lo superfluo y ha memorizado una lección olvidada: «En este encierro me he visto yo en la conexión con la naturaleza. En otros casos hemos aprendido a convivir por más tiempo con nuestros seres queridos, a leer libros para los que nunca teníamos tiempo y el dejar de consumir estímulos...»

Lejos de Netflix, en el pueblo ha recuperado el ritmo del cielo y de la tierra; reconocerse a sí mismo, pensar en el por qué de las cosas. Por eso, ahora con sus ahorros está comprando algunas de esas tierras y a la vez que prevé terminar su doctorado, seguirá cultivando fruta ecológica. Si todo sigue según lo previsto, en 2021 se presentará a unas oposiciones de profesor y gran parte del sueldo lo destinará a continuar con esta labor en el campo, viendo brotar unos productos que luego donará a los refugiados, «a familias enteras que viven en auténticos campos de concentración, que es lo más terrible; gente de la que nunca nos acordamos y para la que jamás hay aplausos».

En el corazón de Juan anidan por fin otoños, primaveras y veranos dentro de una tierra, el Valle del Árrago, donde no hay casos de coronavirus, al menos en Descargamaría, Cadalso y Robledillo. En ‘El misterio del valle confinado’, uno de sus cuentos, describe precisamente que «en estas zonas rurales, no se daban esos acontecimientos abruptos, que de ciento en viento suceden en las ciudades, y que soliviantan a vecinos y autoridades al tiempo que despiertan un poquito ese gusanillo pervertido y perverso que todos llevamos dentro».

Frente al egoísmo, «aquí, sin embargo, la soledad habitual se hacía ahora aún más profunda e inmensa, transformándose en algo salvaje, sobrenatural. Si normalmente el ritmo pausado, casi quieto, de la naturaleza, impregnaba toda actividad en estos pueblos, ahora había tomado el control absoluto, al igual que hacían los animales tras caer la tarde, que campaban a sus anchas por las calles del pueblo».

Juan estudió en Chile y Praga; cuando tenía 19 años se fue de voluntario a Costa Rica, país en el que vivió junto a la comunidad indígena de los Bribris y luego se marchó a Alemania para analizar el comportamiento del águila pescadora. En sus cuentos, describe a Javier Maudo e Isidro Galán, patrullando diariamente por las localidades del valle, controlando el cumplimiento de las normas y recomendaciones oficiales y resolviendo cualquier dificultad que pudiera surgir, tan lejos de ese «enfoque urbanita» que poco tiene que ver con el día a día de las gentes de estas sierras, de las que Juan ya forma parte gracias al vuelco que su vida ha dado con la pandemia.