A veces se tiende a pensar que todos los sintecho son personas excluidas, desintegradas, abandonadas de sí mismas, acostumbradas a la calle, con pocas habilidades para retomar una vida estándar... Quizás se haga por miedo, por temor a intuir siquiera que una persona ‘normal’ pueda acabar bajo un puente. Pero Fernando y Marta vienen a dar un aldabonazo a las conciencias. Ambos ocupan desde hace 26 meses la miserable caseta de la variante de la N-630, frente a AKI. Cada mañana intentan hacer de este cuartucho de apenas 4 m² un hogar: ordenan, limpian, se asean, lavan su ropa, cocinan en un fuego... Ayer contaron su historia con una templanza encomiable. «No queremos estar en la calle. Necesitamos encontrar un piso que podamos pagar, tomarnos una sopita sentados en una mesa normal y dormir como lo hemos hecho siempre, como cualquiera...».

La asociación cacereña ‘Qué bonita es la vida’ convocó ayer a los medios para divulgar su situación (sin luz, sin agua...), y hacer un llamamiento a las instituciones. Marta Gibello, de 53 años, y Fernando Paz, de 82, desean una solución. Es duro vivir unas mañanas en el sur del termómetro y otras en la cima del mercurio. Fernando padece una grave enfermedad de próstata, lleva una sonda incorporada y está a la espera de una operación de corazón. «Es duro vivir así. Herimos la sensibilidad de las miles de personas que pasan por aquí cada día con sus coches, y eso no nos gusta...», confiesa Fernando.

«Seremos pobres, pero somos limpios, limpísimos», se apresura a agregar Marta, mirando en derredor todas sus propiedades expuestas a la intemperie (las más delicadas caben apretujadas, pero colocadas, dentro de la vieja caseta eléctrica). «Desde muy de mañana cocemos el agua que cogemos de una fuente cercana. Hacemos las tareas de una casa normal: lavamos la ropa, la tendemos, barremos, procuramos la comida, vamos, las cosas principales del día...», explica. «Todo estaba llenos de escombros y yo con cincel y martillo he quitado piedra a piedra. Las ratas no nos dejaban vivir y nos ha costado acabar con ellas, intentamos que esté decente», relata. «Lo malo es que comemos pocas cosas calientes, más bien latas, porque no podemos hacer mucho fuego, hay un colegio al lado y otros edificios», explica.

«Encendemos la lumbre si acaso cuando cae la tarde en el puro invierno para no congelarnos», matiza Fernando, que agradece haber nacido en 1937, «en los años del hambre y la miseria, para soportar ahora esto». «Siempre digo que la vida nos preparó para ser yunque. ¿Ves? ahí hay una naranja, pues yo sigo viendo esa naranja como un manjar, cuando era niño solo la comían los ricos, pero Marta es más joven...», dice pesaroso.

DESAHUCIADO / Fernando fue ebanista desde la niñez y tuvo su propia tienda de venta de muebles. Dejó su vida en Madrid para venir a Alía con su esposa, aquejada de una enfermedad. Posteriormente se trasladó a la capital cacereña donde residió de arriendo en la zona de Reyes Huertas durante trece años, ya jubilado. Al quedarse viudo viajó a Madrid a solucionar unos papeles y se encontró su piso en propiedad precintado. «El 22 de diciembre de 2016, dos días antes de Nochebuena, me vi desahuciado», relata. Con su pensión de 600 euros tampoco tenía ya para abonar el alquiler del piso en Cáceres y el resto de los gastos, «y me tuve que echar a la calle». «La vida te lleva por ciertos caminos. Eliges las opciones que crees mejores para los tuyos pero no todo sale bien», comenta. Marta, que llevaba tiempo cuidándole, es ahora su compañera de fatigas.

Entonces encontraron la caseta vacía y allí se quedaron. Agradecen la voluntad de las personas que han intentado ayudarles. «Unos jóvenes nos indicaron a los tres meses que había instituciones que podían arreglar nuestra situación. Fui al Instituto Municipal de Asuntos Sociales y me respondieron que me pagarían un alquiler durante dos meses», cuenta Fernando. «Comencé a buscar un piso de unos 200 euros para poder dejar la caseta no dos meses, sino definitivamente. Recorrí muchas agencias pero los precios eran imposibles. Me ayudaron desde una ONG a buscar y buscar. No hubo manera. Decidí entonces coger un alquiler a precio normal al menos para poder estar bajo techo esos dos meses que me pagaba el IMAS, para reponernos un tiempo de la temporada que llevábamos en la calle, luego Dios diría... Pero tampoco hubo forma: las agencias no me alquilaban por estar anteriormente desahuciado», reconoce.

Volvió al IMAS un año después para pedir una ayuda que le permitiera arreglar unas uralitas y conectar la luz y el agua de una vivienda que les cedía una señora en Cañamero. Le respondieron que no tenían ayudas para esos conceptos. Fernando se sintió tan dolido que envió un listado «con los gastos detallados de comida y de otras necesidades en las que gastamos la pensión».

TAMPOCO UN HOTEL / Hace días se presentó en la caseta una delegación del IMAS. «Era la primera vez que venían. Nos dijeron que debíamos marcharnos, que podríamos ir unos días al albergue de Cáritas y luego a un hotel. Pero nosotros quisimos asegurarnos antes de dejar la caseta, que es lo único que tenemos, y menos mal, porque al final nos dijeron que el albergue solo tenía para dos noches y que el hotel estaba ocupado».

Fernando y Marta siguen paradójicamente en la cuneta aguardando un cambio de suerte. «Nos han denegado tres veces un piso social, ahora estoy intentándolo por cuarta vez, parece que me están haciendo un poquito más de caso, parece, porque no lo sé con exactitud», indica Marta.

«Hay que hacer visible esta situación», declaró ayer Pedro Martín, de la asociación que ahora trata de ayudar a la pareja. «La causa de Fernando y Marta puede ser la de cualquiera, y las instituciones deben encontrar una respuesta», subrayó.