Final de verano y no sé qué sucede, porque un embrujo parece invadir el aire denso que se respira. Bajamos la calle Sande y llegamos hasta la confluencia de ésta con Peñas, el lugar donde, un día, se levantó el Arco de San Blas y, continuando, cruzamos la elevación que sustituyó al, también desaparecido, puente de San Blas. Se levantó en el siglo XIX para salvar el paso del Arroyo de Ríos Verdes, que buscaba por aquí su salida hacia el Marco. Pero la obra (que no debía estar demasiado bien hecha), se hundió y, aprovechando los escombros, se realizó el vial elevado a la altura que hoy vemos.

Llegamos a la explanada de San Blas y contemplamos el crucero que se trasladó aquí desde la Corredera de San Juan cuando se reordenó aquel espacio. Ante nosotros la iglesia parroquial de San Blas (actualmente bajo la custodia de mi querido don Antonio Pariente), que poco tiene que ver, al exterior con la ermita de San Blas que se vio en otros tiempos. San Blas era una de las ermitas cacereñas de gran devoción, encalada, con sabor a merengue. Presentaba, además de una techumbre a dos aguas (que sigue conservando), un atrio porticado en el que se abrían tres arcos de medio punto en el lado de los pies, y una puerta lateral (todavía existente) arquitrabada, en el lado de la epístola, que antiguamente nunca se cerraba.

Tras la erección de la parroquia en 1958, se acometieron una serie de reformas en las que esos tres arcos se acristalaron y ese espacio se convirtió en el primer tramo de la nave. Igualmente, se abrió un óculo en el frontón y, sobre él, se situó una espadaña. Las gruesas manos de cal se picaron y se dejó a la vista el mampuesto, material que nuestros antepasados escondían y que, en pleno siglo XX, se dejó a la vista en ermitas, palacios y demás construcciones.

La ermita remonta su origen al siglo XV, encontrándose, entonces, en pleno arrabal y fue reconstruida en 1779 por la amenaza de ruina a la que se veía sometida. Pensemos que hasta el siglo XX no se levantan construcciones en sus aledaños. En el interior conserva, algo más, su carácter original y su sabor popular. Presenta una sola nave, con desnivel en la misma, tres tramos y ábside semicircular en el que se sitúa un delicioso retablo dieciochesco -coronado por un crucifijo- de un solo cuerpo y tres tramos, que incluye unas tablas con escena de la vida del santo Obispo de Sabaste, concretamente la curación del infante ahogado (por la que se lo considera protector de la garganta) y el traslado al martirio. Se dispone el altar sobre un buen frontal rococó.

La hornacina central del retablo, separada de los otros cuerpos por columnas salomónicas, acoge (entre terciopelos púrpuras) la imagen del santo titular, una de las de mejores tallas de Cáceres. Obra de José Salvador Carmona, sobrino del gran Luis Salvador Carmona (el autor de la espectacular imagen de Santo Domingo, en su convento, y del Nazareno de Malpartida), que realizó diversas obras para Cáceres: el Cristo de la Salud y la Santa Ana de la Montaña. La Cofradía de San Blas (cuyas ordenanzas datan de 1561 aunque, probablemente, fuese más antigua) la encargó en Madrid en 1767. Representa al santo con curva sinuosa, creando una marcada teatralidad en el movimiento elegante (acentuado por la disposición de las manos) y la delicada talla, de facciones suaves y aire acogedor. Es notable la preciosa policromía y, en bastante, recuerda los modelos de su tío.

Esta imagen debió substituir a la gótica, del cuatrocientos, que se seguía conservando en la ermita a comienzos del pasado siglo y a la que los cacereños se referían como San Blas el Viejo. Existen otras imágenes, que presidían los retablos laterales (hoy desaparecidos) una decimonónica Santa Lucía y la Virgen de la Guía, de candelero y dieciochesca. También se conservan algunas pinturas e interesantes piezas argentinas, la más quizá, el Relicario de San Blas, que se expone y venera el día de la fiesta y que es el origen de la romería.

Cuando la cofradía no poseía, aún, esta reliquia se trasladaba, hasta aquí, desde San Juan otra que allí se encontraba, cada 3 de febrero. Los devotos acompañaban al sacerdote, siendo los traslados cada vez más numerosos y surgiendo, de este modo, la tradicional romería, que ha llegado hasta hoy en la que procesiona el santo, se venden las roscas de anís y los cordones que protegen la garganta. Recuerdos de mi, cada vez, más lejana infancia: vestidos de campuzo que se empezaban a mezclar con disfraces, roscas de anís que me compraba mi tía abuela Isabel Fernández y que me comía sin atreverme a decir que nunca me gustaron... El día está nublado, las nubes pobladas de sueños, y mi cabeza (más llena de pájaros estos días que de costumbre) sigue pensando que --aunque sea peligroso-- las nubes se pueden tocar y los sueños volverse realidad. Para ello sólo se necesita un poco de tiempo y la divina paciencia que todo lo alcanza.