TEtstaba sentado en un púlpito de roca que dominaba incluso el horizonte. Fieles: un meandro largo como una lengua de volcán que obligaba al río a retorcerse, describiendo un círculo perfecto. Al saliente, el Molino de Gabriel con la presa rota, sin techo la casa del molinero, intacta la acequia de mampostería, sólo unas verdes acedederas nacidas de la tierra acumulada durante años, trepaban por las escasas grietas de la cubierta de cal. Al poniente el Regato de San Caín cargado con el precioso líquido del Arroyo de las Brujas. Encajado entre pizarras, donaba ya sus aguas al cauce del río más grande. Después, la corriente rozaba una pared vertical de cuarcita donde anidan las rapaces para alcanzar los vestigios del Molino de Bari y divisar a lo lejos el río Almonte, donde al fin abocaba su cauce.

En la presa del molino una gallineta dibujaba un triángulo de agua. A la zaga, como dos sombras alargadas, una pareja de nutrias perseguían al ave replicando su camino líquido con exacta precisión. Caía la tarde, los acebuches de la solana, expectantes, observaban el acoso. Las encinas de la umbría, ya adormecidas, soportaban estoicas el peso de los nidos de gorriones que no cesaban de piar, acurrucando a sus crías en confortables nidos de bálago. Mayo, poderoso y vital, acariciaba el aire de la depresión con su brisa fresca. Los dos mustélidos porfiaban en la caza, avanzaban resueltos tras la inocente palmípeda que se zambullía para salvarse. Cuando al fin, antes de ser atrapada, se lanzó a un vuelo que salpicaba el agua, para posarse en otro charco, lejos de los depredadores. Anochecía, el silencio iba apagando el sonido del campo, cuando a lo lejos, casi imperceptible, el ulular de un búho abrió la sinfonía de la noche y un águila real tapó de pronto el amarillo final del sol poniente.

*Este artículo está escrito por Luis Felipe Gutiérrez Bermejo