Saint Exupéry dijo que "si queremos un mundo de paz y de justicia, hay que poner decididamente la inteligencia al servicio del amor", y Benedicto XVI se refirió al "amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor". Pero no existe la inteligencia y después el amor, sino que ambos deben ir al unísono; de tal manera que, según decía este papa con acierto, "sin el saber, el hacer es ciego y el saber sin el amor es estéril".

Con frecuencia, los que toman las grandes decisiones en la sociedad no combinan adecuadamente estos elementos: la inteligencia, el amor y la acción. Con razón nos quejamos de que se mermen las partidas dedicadas al estudio y la investigación científica. Y, también, escasean los estudios de la realidad social, cuando son imprescindibles para una buena política social que, certeramente, busque paliar la exclusión en la que están cayendo numerosos ciudadanos.

Un mundo más justo y pacífico no se consigue sólo con buena voluntad, es preciso una buena inteligencia movida por el amor, especialmente, a los más excluidos por el sistema. Sin inteligencia, sin decisiones políticas sabias, fundamentadas en un conocimiento preciso de la realidad social en toda su complejidad, el desarrollo de las personas y de los pueblos no se produce. También en el campo del tercer sector, en el ámbito del voluntariado, no basta con multiplicar las campañas solidarias, cada vez más variopintas, motivadas por grandes dosis de filantropía y de compasión. Es preciso un obrar inteligente que pasa por pararse a estudiar en profundidad la densidad y el origen de los problemas.

Tengo la sensación de que muchas campañas solidarias, promovidas por instituciones de diverso signo, son más fruto de corazonadas que de un concienzudo conocimiento de los problemas de aquéllos a quienes se quiere ayudar, y que, igualmente, se proponen medidas de política social sin antes haber analizado en profundidad la realidad económica y social.