De la misma manera que abril es el mes de la lluvia y mayo el de las flores, diciembre es el mes de la melancolía. A medida que va oliendo a chimenea por la calle, que se va extendiendo la neblina por las mañanas o que el frío nos invade los huesos, se va instalando en el personal una sensación de prisa melancólica con tufillo a Navidad. ¡Y eso que todavía no han encendido las luces! Cuando se iluminen las principales calles de Cáceres, daremos el pistoletazo de salida a la locura colectiva de las compras, las comidas y los abrazos amistosos. Pero es también una época de melancolía porque es inevitable no echar de menos a los que se fueron y porque los recuerdos se empeñan en aparecer de manera testaruda. Por eso, si es usted proclive a la melancolía y ya la nota en la punta de sus dedos y en el ritmo de su respiración le sugiero que se deje llevar, que no aparte recuerdos de un manotazo como si se tratara de una mosca molesta e impertinente y que no intente contener sus sentimientos. No sé qué pensará usted, pero yo siempre he preferido relacionarme con personas que sienten, que sufren, que ríen, que lloran, que son capaces en definitiva de reconocer sus debilidades de la misma manera que son capaces de resaltar sus fortalezas. Así que, para no esperar a que nadie se me adelante, le confieso que diciembre es para mí un mes contradictorio en el que se mezcla la alegría de ver a mis hijas felices con la nostalgia de otras épocas. Yo también tengo nostalgia de mi infancia, como usted, de esas noches frías recorriendo las calles de mi pueblo al lado de las escopetas y delante de los encamisaos. Yo también asocio esos recuerdos, como usted, a un bienestar idealizado en el que todo eran seguridades y en el que me sentía protegido por todos los flancos. No puedo olvidar cómo empachaban los coquillos y lo fuerte que era el vino que nos bebíamos a escondidas para que no nos llamaran la atención. Y recuerdo, ¡cómo no!, nuestra primeras visitas a bares y discotecas buscando rincones imposibles y bebiendo "medios" venenosos. Por eso, aunque quisiera, no podría olvidarme de la imagen de mi madre y mis tías "tirando vivas" desde el balcón hasta quedarse roncas, ni del silencio tenso y húmedo que envolvía las llamadas del que no podía venir. Por eso, hoy siento una desazón tranquila, sosegada, como el que espera tiempos mejores.