Hace solo unas décadas que los caminos de la comunicación social, vecinal e incluso familiar están cambiando radicalmente, a causa de las nuevas tecnologías para crear elementos: emisores o receptores de esta comunicación. Modificando los métodos para distribuirla y las modas para entenderla en sus signos, símbolos o iconos. Uno de los factores que más se ha modificado a través de los tiempos han sido los vehículos que el hombre ha empleado para comunicarse. Seguramente el primero fue la palabra; la articulación de sonidos guturales, linguales, linguo-dentales o palatales para articular conceptos que nos permitieran hablar.

La mayoría de las especies no pasó de esta fase, y comenzó a expresarse mediante aullidos, ladridos, rebuznos o rugidos. Los grupos humanos, en cambio, empezaron a comunicarse mediante figuras, dibujos rupestres o esculturas talladas a golpes, para representar sus ideas. Estos dibujos fueron estilizándose hasta llegar a simples símbolos o ideogramas; y de estos a los jeroglíficos, las sílabas o letras de escritura gráfica, el camino a recorrer fue muy corto.

Para algunos fue tan corto que se quedaron a la mitad. Tanto en el lenguaje hablado, como en el ideográfico, las ideas las expresaron a medias, sin terminarlas de configurar y con muy escasa capacidad de hacerse entender. Hubo, no obstante, quien viéndose torpe y desmañado en el uso de las palabras, prefirió pintar o esculpir lo que quería decir, y su expresividad fue tan notable y bella, que lo tuvieron por genio; y como genio pasó a la Historia del Arte y ocupó un merecido lugar en el Parnaso.

El razonamiento hablado, debatido o expresado en palabras, fue más correoso y rebelde para la inteligencia humana. Se planteó con figuras retóricas más o menos inteligibles, al derecho o con múltiples rodeos; buscando siempre una fórmula para que fuera comprendido por las gentes con cierto atraso en la asimilación de ideas.

¡Todo fue inútil! Las cosas se malentendían o se interpretaban al revés. Los mensajes más simples y claros, se tergiversaban en favor de los intereses particulares y todo se redujo a parlotear, a expresar lo que cada cual pensaba, sin atender a lo que decían los demás.

Al final; en nuestra propia época, todo ha quedado reducido a opiniones inconexas; a mensajes en redes sociales, de escaso calado conceptual, o a refranes y máximas que digan en palabras simples y conceptos corrientes lo que deberíamos comunicar en complejos razonamientos discursivos. ‘El comer y el hablar no tienen más que empezar’. Con lo que todos podríamos ser contertulios, politólogos o expertos, para discutir de cualquier tema, sin saber nada de ninguno. O bien, dedicarnos a la política, con algún título académico inventado, falsificado o supuesto, que adorne nuestras palabras con ribetes de academicismo vulgar.

Ya no extraña a nadie que los profesionales mejor preparados para la comunicación y el debate públicos, prefieran esconderse detrás de twiters, pdf o mensajes digitales, labrando su lenguaje en esa materia tan pastosa, que hay que aclarar cada palabra para que no ofenda, insulte o moleste a todo el que la lea; y sirva para insinuar lo que queremos expresar. Es como si diéramos clases de Filosofía sirviéndonos de refranes. Como si fueran píldoras dialécticas para una buena digestión.