Llegabas a la calle Trujillo y comenzaba el campo, porque a partir de ahí no existían muchas edificaciones. La ermita, el Refugio, el matadero y alguna casa, hasta llegar a la cárcel. El matadero sólo lo visitábamos con motivo de la matanza. La verdad, daba miedo. Circulaban por allí unos matachines ensagrentados con unos cuchillos que daban pánico y nuestro cerdo colgaba de unos ganchos abierto en canal dispuesto a llegar a casa para ser convertido en chorizos. Del Refugio sabíamos poco y no muy bueno.

La ermita era más pequeña y estaba un poco abandonada. Solamente se visitaba el día de la fiesta, aunque tenía sus ermitaños. Por entonces la romería quedaba reducida a unas cuantas niñas que vestían el traje de campuza, no había música, ni actuaciones ni puestos de golosinas. A su derecha quedaban los restos de un parquecito que debió ser coqueto y agradable en sus mejores tiempos. No se vendían roscas pero sí cordones para la garganta.

Puesto que el campo no estaba cercado, era el lugar idóneo para dar de comer a los borregos en la Pascua y en la calle Sande podías comprar trébol para darles de comer en casa. Llegábamos hasta el triángulo que hoy ocupa el Diocesano pues no era conveniente aventurarse más allá, pues no era conveniente aventurarse más allá, puesto que la carretera de Trujillo era muy peligrosa. Circulaban muchos autos y a mucha velocidad. Por lo menos a ochenta.

Si el paseo era dirigido por nuestros padres, seguíamos por la carretera de Monroy y acabábamos en la cárcel para ver a Fernando Bravo, quien nos recibía con pajarita, su cigarro, su amabilidad y su gracejo. A lo lejos veíamos a los presos y nos daba miedo.