Paseando por el centro de la ciudad se puede disfrutar aún de dos placitas de aire portugués: la Plaza de San Juan y la Plaza de la Audiencia. Pero hoy no voy a detenerme en ellas, sino en la Plaza Mayor, que durante treinta años lució ese tipo de adoquinado luso en blanco y negro.

Siempre me ha interesado conocer el origen y el porqué de este modelo de pavimento, que ha sido y es -y esperamos que siga siendo- una seña de identidad de nuestra ciudad, aunque ya muy mermada. Tras consultar distintas publicaciones he comprobado que la decisión de implantar ese empedrado se ha atribuido “alegremente” a distintos alcaldes (como, por ejemplo, a Antonio Silva, natural de la villa de Olivenza, tan portuguesa ella). Pero no fue así. Decidida a conocer su verdadero origen, acudí a los documentos originales y me encontré con una historia curiosa:

La Plaza Mayor se adoquinó siendo alcalde el zamorano Narciso Maderal, primer alcalde franquista tras el corto paso del militar López-Hidalgo por la alcaldía, que ocupó el puesto del nunca olvidado Alcalde Antonio Canales, fusilado en la Navidad de 1937.

Maderal encargó a Justo Sabadell, jefe de jardines de Zamora, la elaboración de unos proyectos de plazas ajardinadas para la ciudad de Cáceres. En febrero de 1938, la corporación municipal decidió aprobar los proyectos presentados por Sabadell.

En agosto del mismo año de 1938, mientras se estaban planificando esos jardines, el arquitecto municipal, Ángel Pérez, presentó un proyecto de reforma de la Plaza Mayor diametralmente distinto y que conllevaba el derrumbe completo de varias viviendas -y también de la Ermita de la Paz-, para construir una zona ajardinada que nada tenía que ver con el bulevar central proyectado y realizado durante el mandato de Maderal.

Si se hubiera ejecutado el proyecto del arquitecto municipal, habrían quedado al descubierto la Torre de los Púlpitos y un trozo de muralla -o, más bien, hubiera habido que rehacerla-. También se habrían hecho más visibles el Palacio de Moctezuma y el Palacio de Mayoralgo y, por supuesto, el Arco de la Estrella. El proyecto de Ángel Pérez nunca se llevó a cabo pero sí se construyó el bulevar empedrado, con sus jardines y arboleda, en 1940, que se arrancó en la etapa de Bustamente como alcalde para recibir con honores a Franco en 1970. Tras sucesivas reformas, nuestra Plaza Mayor ha desembocado finalmente en un erial donde hay que buscar la sombra bajo los toldos de los establecimientos hosteleros y de los tímidos y escasos arbolitos que crecen en medio del gris.

Muchas voces se alzan en nuestra ciudad en defensa del Patrimonio Verde, que no consiste solo en proteger un arbolito asustado en medio del asfalto. Hoy ya no es concebible hablar de Patrimonio Verde sin entrelazarlo con la idea de Patrimonio Urbano. Podríamos, por tanto, acuñar el término Patrimonio Verdeurbano, en especial cuando nos refiramos a espacios verdes históricos consolidados en nuestras ciudades, en los que lo urbano y lo verde se complementan, como lo son en Cáceres la Plaza de San Juan, la Avenida de la Montaña y el Paseo de las Acacias, hoy sentenciado a muerte tras haber sido castrado de manera progresiva. En el espacio central, que podría volver a transformarse fácilmente en bulevar, los gobernantes no quieren que haya un solo árbol ni un solo banco, solo una fila de arbustos y palmeras (amenazadas de muerte por el picudo rojo, como es bien sabido).

En la ciudad de Cáceres hemos heredado del siglo pasado un magnífico Patrimonio Verdeurbano, que se ha ido configurando y transformando a lo largo del tiempo y que está siendo tremendamente dañado en el siglo actual.

No queremos árboles en el extrarradio, los queremos integrados con nosotros en la ciudad, no solo en los parques periféricos -que también., porque al parque vamos, pero en la ciudad vivimos.