La última vez que Joaquina Viegas vio a su marido fue en una habitación del hospital Universitario de Cáceres. Habló con él desde la puerta. No le permitían cruzar la línea roja porque acababan de enterarse de que se había contagiado de coronavirus. Ese día, desde aquella puerta y manteniendo el tipo, le dijo antes de despedirse: «Adiós, cariño». Siempre era él, Joaquín Bautista, el que la llamaba así, en los 59 años que llevaban casados Joaquina nunca se había dirigido a su marido de esta manera y él a veces se lo reprochaba; pero esta vez era distinto. Tenía en la cabeza el pensamiento de que sería la última vez que le vería y quería demostrarle, de alguna manera, lo mucho que le ha amado.

Joaquín (86 años) y Joaquina (82 años) se casaron a los 23 años y aunque son naturales de Valencia de Alcántara, llevan más de medio siglo viviendo en Casar de Cáceres. Aquí fue donde ambos se infectaron. Comenzaron con síntomas casi a la vez, pero los de él eran más acusados y su familia centró sus atenciones en que no empeorara. Hace 15 años ya estuvo 17 días ingresado por una neumonía y su capacidad pulmonar, de por sí, ya era limitada. La primera vez que fueron al médico fue el 25 de febrero, estaba constipado y se encontraba físicamente mal. Le pautaron paracetamol y otros medicamentos, pero no mejoraba.

Cuenta Joaquina que se pasaba el día con mucho frío. Por las noches dormía con dos edredones encima y por el día tenía que arroparse porque se notaba congelado. Tenía mucha fiebre. «¿Qué te apuestas a que tengo el gusarapo ese que dicen que hay?», le dijo un día a Joaquina. A Joaquín la idea de que se había contagiado de covid-19 le rondaba desde antes de ir al centro de salud, por eso decidió tomarse solo media pastilla de paracetamol que le había recetado el médico. Él creía que, como no estaba constipado, esa medicación podía hacer que empeorara.

El 12 de marzo su hija Maribel, que vive a pocos metros de sus padres, fue a su casa y se encontró a Joaquín en la cama. Aquello le hizo sospechar de que algo no iba bien. Joaquín se levantaba todas las mañanas a las 7.30 horas, se arreglaba, limpiaba la casa, desayunaba y se sentaba a ver un programa de televisión que se emitía por las mañanas. «Hasta entonces hablábamos del virus como si estuviera lejos pero ese día empecé a pensar que podía estar en nuestra propia casa», recuerda Maribel. Llamaron al médico del ambulatorio y les comunicó que tenían que llevar a Joaquín al hospital.

Dio dos veces negativo

Dio dos veces negativoEn el San Pedro de Alcántara se sometió a una primera prueba que dio negativo. Lo pasaron a planta, acompañado en todo momento por su hija. A los dos días se la repitieron y volvió a dar negativo. Estuvo en la octava planta, primero en una habitación solo y después en otra con otro paciente al lado. Seguía teniendo fiebre y mucho frío. Como era negativo decidieron trasladarlo al hospital Universitario. Ya aquí le realizan la primera radiografía y la doctora, nada más verla, informó a los familiares de que era «un claro positivo». «Nos dijeron que estaba muy grave porque tenía una neumonía muy grave», recuerda su hija.

Entonces comenzaron los miedos. «Lo primero que pensé es a quién habíamos contagiado. Habíamos estado con ellos todo el tiempo», cuenta Maribel. Al final ella y su hermano también se infectaron, pero sus síntomas fueron leves. En la siguiente que pensó fue en su madre: «¿Cómo le digo a mi madre que no se preocupe, que aunque nos contagiemos no va a pasar nada?». Los médicos la obligaron a salir de la habitación, hasta entonces su padre había estado acompañado todo el tiempo o por ella o por su hermano. «Le dije: perdóname, lo siento. No podía soportar marcharme porque esa noche le había visto muy mal. No hay medicación que cure no poder estar con tus familiares», recuerda entre lágrimas.

Del Universitario lo trasladaron al hospital Nuestra Señora de la Montaña, de donde se quejan de falta de información. Hasta entonces la familia había centrado todos los esfuerzos en salvar a su padre y a Joaquina, que seguía con síntomas, no le prestaron atención. Ella se mantenía activa, como siempre, a pesar de que decía que a veces se asfixiaba. Al final también enfermó. Así que, a los días de ingresar Joaquín en el Nuestra Señora de la Montaña, llegó ella; pero él nunca lo supo. Estaban a pocos metros el uno del otro pero nunca se vieron porque Joaquina sabía que si él se enteraba de que ella estaba allí, empeoraría.

Les dieron la oportunidad de estar juntos en una habitación pero ella se negó. Aguantó sus deseos de reencontrarse con él por si había alguna oportunidad de que se salvara. «No quería que él se enterara porque sabía que si se enteraba de que esta allí solo iba a pensar en que yo me pusiera bien y se tenía que curar», recuerda Joaquina. Así que, a toda persona que entraba en su habitación, ya fuera médico, enfermero, auxiliar, celador o limpiador, le pedía una cosa: «Por favor, si vais a la habitación de mi marido no pronunciéis mi nombre y si se os escapa y pregunta, decidle que a esa señora él no la conoce».

Al final Joaquín falleció y ella no pudo despedirse de él porque ese día se encontraba muy mal de salud. Joaquina sí venció al virus pero nada será lo mismo. «Estoy muy agradecida a toda la gente del Casar, le echan mucho de menos porque tenía el alma muy grande». No puede estar en el salón, sola, porque se imagina a su marido sentado a su lado en el sofá. Dice que ha sido una de las vivencias más duras de su vida. Y llora cada día. Pero le queda el recuerdo y la satisfacción de haberle dicho, aunque fuera una vez, en la habitación del hospital, lo mucho que le quería.