La presencia del perro, como animal cercano a las actividades humanas, se encuentra acreditada prácticamente desde el Neolítico, cuando se domestican tanto animales como plantas, que hacen posible el nacimiento de la ganadería y de la agricultura. De todos los animales salvajes domesticados, será el perro el que más cerca ha estado del ser humano durante milenios. Históricamente, el perro se ha utilizado para la caza, el pastoreo, la guarda y protección de propiedades o sencillamente como animal de compañía, como compañero para la vida.

El Fuero medieval cacereño ya incluye la protección de los perros en la villa. En su artículo 439 denominado ‘De matar can’ se prohíbe dar muerte a perro ajeno, bajo pago de la pertinente ‘calonnia’, pena pecuniaria que se imponía por ciertos delitos o faltas.

Ello nos indica la importancia de los perros como parte de la propiedad privada, con los derechos que ello comportaba. Serán muchos los testimonios documentales que nos permiten acercarnos a los problemas que los perros causaban en la sociedad, principalmente, aquellos derivados de las enfermedades que podían trasmitir, especialmente la rabia, una enfermedad vírica que ocasiona trastornos en el sistema nervioso central de los individuos afectados, con consecuencias mortales en la práctica totalidad de los casos. El virus de la rabia se transmite a través de la saliva del animal enfermo, cuando es traspasada al individuo sano a través de heridas, principalmente causadas por mordedurazas de perros y gatos.

En 1740 se ordena matar todos los perros infectados de rabia que existen en Cáceres, así como aquellos que hayan sido mordidos o hayan tenido algún roce con perros rabiosos, bajo pena de un ducado de vellón en caso de no ejecutar la orden. Un método que se convertirá en una constante en diferentes etapas de la historia local, cada vez que se produce un brote de rabia entre la población, tanto perruna como humana. En 1927 se dictan una serie de normas, para proteger a los vecinos de las enfermedades trasmitidas por perros, para ello al alcalde Arturo Aranguren publica un bando de obligatorio cumplimiento donde se ordena la recogida por laceros de todos los perros «vagamundos» que circulen por la vía pública, tanto sueltos como sin bozal, bajo multa de 5 pesetas o eliminación del animal, siguiendo el viejo proverbio «el que tenga perro que lo ate y si no que lo mate». También se prohíben los concursos de peleas de perros, considerados espectáculos «repugnantes e incultos». Esto va a permitir que se realicen los primeros censos caninos, donde figura nombre, raza y propietario que debe pagar el canon por la posesión del animal.

Por el censo de perros de 1932, descubrimos algunos datos curiosos sobre nombres de perros, relacionados con personajes históricos del momento. El vecino de la calle Canterías, Eduardo Martín, poseía un podenco oscuro llamado Azaña. Olegario Barrantes, vecino de la Cuesta del Maestro, era dueño de un pointer negro llamado Trosky y Julio Marcos que vivía en la calle Muñoz Chaves, poseía un pastor alemán que llevaba el imprudente nombre de Hitler. Aunque el más moderno de todos los inscritos será el vecino de la Avenida de la República, Salvador Salinas, cuyos perros llevaban por nombre ‘Sakespeare’ y ‘Guisqui’. El resto de animales, hasta los casi 500 que formaban el censo canino sumían nombres más perrunos como Tom, Boris, Lira o Kaiser. Sin duda alguna estamos ante el considerado mejor amigo y cómplice del hombre en su tránsito por la historia, el perro.