Diego Salazar tenía cincuenta años cuando le detuvieron y le llevaron a la ciudad de Cáceres en el verano de 1749. Juan Francisco tenía sólo trece y Sebastián, doce. El único delito que habían cometido era ser gitanos. El monarca de entonces, Fernando VI, había tomado la decisión, movido por el marqués de la Ensenada, de exterminar a este pueblo, que mantenía sus tradiciones ancestrales y se negaba a ser siervo de nadie. Se trata de la Gran Redada, como se conoce a la Prisión general de gitanos, promulgada el 30 de junio de 1749 y que ordenaba el arresto de todos los miembros de esta etnia y su encarcelación. Una persecución en toda regla, indebidamente estudiada por los historiadores y nunca reconocida ni repuesta a sus víctimas.

En Extremadura, los gitanos arrestados fueron traídos a Cáceres. Aquí, se devidían a las familias, los hombres y niños mayores de siete años eran llevados a la prisión de Badajoz; las mujeres y menores, a la de Ciudad Rodrigo. Así, hacinados y separados, se conseguían varias cosas: tenerles controlados, que no se reprodujeran y, de paso, exterminarles, debido a las penosas condiciones de presidio.

Las páginas con las ominosas listas de gitanos presos en Cáceres se guardan en el Archivo Histórico Municipal, junto a otras hojas que compilan los decretos reales contra este pueblo y que conforman cuatro cajas en total. El pasado mes de diciembre, estas listas fueron expuestas y seleccionadas como documentos del mes.

Pero la historia de persecución de los gitanos comenzó mucho antes. Como explica el responsable del archivo municipal, Fernando Jiménez Berrocal, ya en 1717 el rey Felipe V estableció una orden en la que obligaba a todos los gitanos a residir en pueblos y ciudades y a abandonar la vida nómada. Ante la falta de aplicación de esta disposición, en 1726 se aclara qué ciudades debían acogerlos. En Extremadura, que por entonces era una única provincia, los miembros de la ‘raza caló’ tuvieron la obligación de irse a vivir únicamente a tres lugares predeterminados, Cáceres, Plasencia y Trujillo, «esto hace que sean muchas las familias gitanas que se avecinan» en la capital cacereña, «que vienen de Almendral, Llerena, Almendralejo, Badajoz, Barcarrota, etc.», explica Jiménez Berrocal. Estas familias «aportan nuevos apellidos a la ciudad como Vargas, Heredia, Salazar, Montaño, Cadenas y otros que en la profesión viene que son esquiladores, latoneros o chalanes y añado yo, y siempre artistas», detalla el responsable del archivo municipal. Por lo tanto, gitanos de toda Extremadura llegaron a Cáceres a principios del siglo XVIII, con sus familias, oficios y cultura. Fernando Jiménez Berrocal cree que se asentaron en campamentos y allí obtenían sus despachos de vecindad, una especie de DNI de la época que debían tener todos los ciudadanos, payos incluídos.

El objetivo de esta medida era controlar a la población ‘de nación gitano’, como rezan los textos de la época, «que desaparezcan sus ritos no tanto por una cuestión religiosa, sino porque se les acusa permanentemente de robo», explica Jiménez Berrocal. Sin embargo, muchos gitanos no quisieron abandonar su vida nómada. Ante esta realidad, en 1745 el rey Fernando VI promulga otra orden en la que da quince días de plazo a los gitanos para que se asienten en las ciudades establecidas para ellos. Si no lo hacían, serían considerados «vandidos públicos» y tanto si iban armados como si no, «sea lícito hacer armas sobre ellos y quitarles la vida», expone la orden real. Esto permitía matar impunemente a los gitanos que vagaran libremente por los caminos y no vivieran en Cáceres, Plasencia o Trujillo.

Pero la percusión no acabó ahí. En 1749 se produjo la Gran Redada en la que se estima que 9.000 gitanos, de toda condición, asentados o no, fueron encarcelados, también en la capital cacereña. Aquí se tomaba nota de su nombre y edad. Los hombres y los niños mayores de siete años, a Badajoz, los menores de siete y sus madres, a Ciudad Rodrigo. Familias rotas y separadas, personas hacinadas, presas y a merced de las epidemias, «lo que pretendían era exterminar a los gitanos, que desaparecieran de los caminos», explica Fernando Jiménez Berrocal. Los alcaldes estaban obligados a denunciar a los gitanos de sus pueblos. En el archivo de Cáceres se guardan los escritos de estos, donde aseguran que no había personas caló en sus municipios, no se sabe si por preservarles la vida o porque realmente no los había. A finales de 1749 se permitará a los gitanos con residencia volver a sus casas. Muchos no lo hicieron. El rey Carlos III comenzará la liberación de los presos gitanos en 1765 y en 1783 se les permitirá vivir en cualquier punto de España, siempre que abandonen su estilo de vida. Terminaba así uno de los episiodos más negros de la historia de España, pero no la persecución de un pueblo que siempre fue libre.