Quién les iba a decir al sombrerero Pedro Fernández, al popular Eleuterio Sánchez Manzano, Terio , o al gran barbero Emilio Jardín que cien años después de que ellos comenzaran a despachar y a afeitar en los soportales de la plaza Mayor, iba a instalarse por allí una cafetería llamada Capuccino Gran Café llegada desde Palma de Mallorca y regida por otro empresario cacereño de pro llamado Manuel Rey.

No se es cacereño de toda la vida porque se haya nacido en la ciudad feliz , sino por amar sus rincones emblemáticos y uno de estos rincones, el fundamental, es la plaza Mayor. Ahora parece que nuevos restaurantes, hoteles y cafés acabarán con el trauma del botellón y van a colocar la plaza a la altura que se merece.

Pero más allá del Horno Santa Eulalia, del nuevo mesón-restaurante de Rafael Arnaiz o del Capuccino Gran Café, lo que importa es saber que bajo cada uno de sus soportales se ha tejido la historia menuda de Cáceres desde que en el siglo XV los judíos Haim Alvoila y Abraham Leví abrieron sus tiendas en lo que entonces era la plaza Pública y luego fue plaza de la Feria, de la Constitución, de la Villa o del General Mola.

Hace cien años, la plaza Mayor era el lugar donde los cacereños se vestían, se calzaban, se pelaban y se compraban sombreros, cigarros, papel de cartas y perfumes. Bajabas a la plaza hacia 1905, descendías las escaleras de los primeros portales y allí estaba la zapatería de Modesto Cortés. Después, la sombrerería abierta por un factor ferroviario llamado Pedro Fernández, donde aprendía a despachar un niño de Guijo de Coria llamado Eleuterio Sánchez Manzano, que con el tiempo abriría los almacenes Terio y llegaría a ser teniente de alcalde de la ciudad feliz y presidente de su Cámara de Comercio.

La tienda de Pedro Fernández pasaría al barbero Emilio Jardín y acabaría siendo el vaciador de Francisco Pérez Domínguez. Siguiendo nuestro paseo, llegamos al Casino de Artesanos, que antes había sido el comercio de Cecilio Ulecia (¡qué aliteración tan mercantil!), al estanco de Cilleros, que despues fue de Ricardo Durán y antes, cuando Cilleros lo tenía en la parte baja de la plaza, de Eugenio García, cuyo hermano Nicolás regentaba barbería en el principal.

El siguiente local era la ferretería de Luis Quirós, donde despachó de mozo mi bisabuelo Severo Martínez antes de convertirse en comerciante al por mayor de lanas y aceite y en laureado bodeguero. La casa de la ferretería se derribó y en el nuevo edificio se instalaron los almacenes Terio.

Más adelante encontrabas la tienda de ultramarinos finos y chocolates de Calbelo. Al cerrar, se quedaría con el local el ceclavinero Tomás Pérez, que abriría allí tienda de sombreros y tenía sastrería en General Ezponda, donde andando el tiempo, mi padre se haría sus trajes a medida y servidor llegó a confeccionarse un par de pantalones para mocear.

No había un metro de fachada sin su local y su escaparate: se sucedían la imprenta de Jiménez, donde años más tarde abriría El Barato , los tejidos de Víctor García, otro ceclavinero, la zapatería El Badajoceño, la estupenda tienda de máquinas de coser Singer, los perfumes y detalles de Feliciano Modamio o el café Santa Catalina, que se trasladaba a la plaza desde la calle Paneras en 1913 y en cuyo piso superior abriría el Gran Hotel Europa Antonio Jurado, jefe de las caballerizas del conde de Torrearias, siendo años más tarde la delegación del Instituto Nacional de Previsión.

Seguía la zapatería de Miguel Plaza, que le hizo unas botas a Alfonso XIII y casó a su hija con Felipe Uribarri, director de la publicación El Gazpacho , a quien se dedica la calle donde hoy abre el restaurante La Tahona y en los 60-70 olía a las gambas del bar El Norte. Y así, tienda a tienda, la plaza se convertía en ese crisol de encuentros que luego se perdió y ahora parece retornar.