La crisis tiene una cara oculta de consecuencias letales, la pobreza energética; pobreza entendida como la incapacidad de las familias de mantener sus hogares a la temperatura adecuada, por falta de recursos energéticos, situación que se produce cuando hay que destinar más del 10% de los ingresos familiares a tales recursos.

Esta circunstancia genera consecuencias en la salud de las familias menos favorecidas, afectando especialmente a sus miembros más vulnerables: ancianos, niños y adolescentes. El gasto más importante, la calefacción, supone ya el 42% del total de la factura de energía, haciendo gastar a las familias por encima de sus posibilidades. En el contexto extremeño la incidencia es mayor por el estado general de los inmuebles, ya que un 40% de ellos padecen patologías (humedades, goteras, podredumbres-) que incrementan ese gasto de calefacción. Y hay, por lo menos, un 10% de familias cuyos recursos le impiden alcanzar una temperatura media de 18 grados, mínimo considerado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) para alcanzar las necesarias condiciones de salubridad.

Si subir la renta familiar no parece que esté en la agenda de nuestros gobernantes, y dependiendo del mercado el precio de la energía, parece claro que la única solución a tan grave injusticia es la actuación en los hogares con recursos públicos que incentiven las reparaciones en un parque de viviendas, cuya precariedad sólo superarían los de Canarias, Ceuta y Melilla.

Hablamos de mejora del medio ambiente y de la calidad de vida por la reducción de emisiones de CO2 eq. También conviene que hablemos de la salud de aquellos que, por razones económicas, no pueden acceder a los indispensables recursos energéticos.