Hace unos días se hicieron públicos los resultados del barómetro elaborado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en el que la corrupción política aparecía como el segundo problema más preocupante para los españoles, después del desempleo. Seguramente hay otros aspectos de nuestra sociedad que también van mal, pero la corrupción ocupa todos los días buena parte de los noticiarios y, además, daña mucho a la confianza que los ciudadanos tienen en sus representantes.

El hecho de que algunos políticos usen del poder de forma corrupta no sólo es una grave inmoralidad sino que, además, fomenta una idea generalizada de que todos son iguales y de que el poder siempre corrompe. La pérdida de credibilidad de la clase política en su conjunto no deja de ser una brecha importante que se está abriendo en el sistema democrático que, en gran manera, se basa en la confianza.

G. B. Shaw decía que "no es cierto que el poder corrompa es que hay políticos que corrompen el poder". El poder político adquirido de manera democrática no corrompe por sí mismo, son las personas que lo detentan de manera egoísta quienes lo corrompen y derraman a su alrededor un clima de desconfianza. Política viene de polis, palabra griega que significa "ciudad". Todo cuanto se haga por la ciudad, por el pueblo debería ser muy estimado.

La política es una tarea noble que debiera desempeñarse como un auténtico servicio al bien común y es lo que, seguramente, intentan hacer la mayoría de nuestros dirigentes. Cuando los políticos buscan el bien común y no se valen de él para sus intereses particulares o de grupo su gestión no puede ser más digna.

Por todo eso la clase política en su conjunto debería ser la más interesada en que se desenmascaren todos los casos de corrupción, por encima de intereses partidistas. Lo que está en juego no es que tal partido político suba o baje, es el mismo sistema de convivencia.