Hace cuatro años justos, en esta misma columna, llamaba la atención sobre las primeras comuniones, con un artículo titulado ‘la última comunión’. La verdad, no ha cambiado mucho.

Los niños lo siguen viviendo con verdadera ilusión, para ellos es importante, pero los adultos nos empeñamos en aguarlo. Tras tres años de catequesis saben que el don más importante de ese día es recibir la Comunión. Han ensayado la ceremonia, han practicado cómo evitar que la forma se les pegue al paladar e incluso seguro que han preparado algún detalle sorpresa para sus madres.

Y, llegados a este punto, entran los adultos. Para empezar, se empeñan siempre en aguarles la ceremonia. Voces, voces y más voces. Para colmo, cada asistente se considera un profesional avezado de la fotografía, que con su nuevo smartphone es capaz de subirse incluso a la coronilla de san Pedro para conseguir la mejor de las instantáneas. Y, por supuesto, nadie silencia el móvil. Si no se interrumpe la celebración con al menos cinco llamadas... Celebración que tiene que ser, sí o sí, en sábado. Por mucho que se explique que el día del Señor es el Domingo, día propio para participar por primera vez en la Eucaristía que congrega cada semana a toda la comunidad, es una batalla perdida. «Es que los que vienen de fuera después tienen que viajar y se les hace tarde», es siempre la respuesta, cuando lo que realmente están diciendo es: «Es que si no, no me puedo emborrachar, porque necesito un día para dormir la mona».

Después, los regalos, el banquete, el DJ, el castillo hinchable. Como para acordarse del insípido trocito de pan que el cura al dárselo dijo: «el cuerpo de Cristo».

Si se añade que los padres no lo acompañaron durante el proceso de catequesis, seguramente será su primera y última comunión.

Niños, a pesar de todo, no lo olvidéis: vais a recibir «a todo un Dios».