Mucho se ha debatido entre tertulianos, columnistas, reporteros y expertos en filosofía política - últimamente abundan todos ellos en el fértil campo de la comunicación- sobre la calidad y cantidad de problemas y relatos que han llevado a la clase política española a la más desconcertante incapacidad para enfocar, ordenar y resolver los problemas que habían surgido, a raíz de las incontables convocatorias electorales de los últimos meses; en las que los españoles han tenido que depositar en las urnas las consabidas papeletas para elegir diputados, senadores, parlamentarios autonómicos, concejales… y hasta subdiáconos parroquiales para barrer las iglesias.

A todas estas convocatorias han acudido miles de candidatos de toda estirpe ideológica; decenas de Partidos Políticos en cada circunscripción electoral, con un bagaje confuso de iniciativas y propuestas para solventar los cientos de problemas, controversias, desajustes y ocurrencias dialécticas que cada uno de ellos traía en su ‘mochila de soluciones’ que los comités electorales de cada partido habían ido formulando para convencer al electorado. Aunque, en la cruel realidad de nuestra vida política, ninguno de los miembros de estos comités entendiesen nada de lo que aspiraban aclarar.

A la cuarta convocatoria -reinstaurada después de varios intentos de poner orden en el gobierno de la nación, sobre un verano catastrófico en acontecimientos inexplicables- el martirizado cuerpo electoral de la democracia española ha caído en la cuenta de que lo suyo es solamente un ‘problema de Fe’, como dirían los viejos catecismos tridentinos: Pues ¡ya nadie creía en nada! y la vida política se ha convertido en un tinglado de intereses personales, de ambiciones gananciales, de envidias y competencias entre compañeros de Alí-Babá, que solo aspiraban a cobrar los crecidos estipendios, complementos y compensaciones que la Constitución establecía para recompensar a los electos; favoreciendo los intereses de los poderes fácticos que dominaban la economía del País, y a asegurarse un incierto futuro, colándose por alguna de las puertas giratorias que los beneficiarios de las políticas igualitarias y sociales ofrecían a los administradores de la ‘res pública’ que figurasen en sus ‘listas de benefactores’. Como ya ocurría con muchos políticos de la etapa anterior que gozaban de abultados sueldos y retribuciones asignados a los sillones de los Consejos de Administración de diversas entidades públicas y privadas.

Los electores españoles, que se habían educado en un ambiente ‘nacionalcatólico’ de infausta memoria, sabían que la ‘Fe es creer en lo que no vimos’, ni podemos ver -como la definían los catecismos jesuíticos que aprendieron de niños-. Empezando a comprender por propia experiencia que todas las promesas electorales, todos los propósitos sociales, laborales, educativos, sanitarios y de gestión pública, eran manifestaciones puramente retóricas, que nada tenían que ver con la realidad ni con el futuro de los electores. ¡Solo con su Fe! «Cree sólo la mitad de lo que veas; y nada de lo que te digan o prometan».

La vida política, tan valorada en los tiempos clásicos, cuando era para regir y administrar a la polis, se ha convertido en un acertijo de tópicos, frases hechas y engaños dialécticos, que suele no llegar a ninguna meta.

«Bien está lo que bien acaba»; titulaba Shakespeare una de sus ingeniosas comedias. Veremos a ver si el próximo 10 de Noviembre acaba bien esta dislocada aventura nacional, montada sobre un puzzle de partidos, ideologías desencuadernadas y propuestas cambiantes; pensadas para el ‘País de Jauja’ o para el de Liliput, según las imaginaba Jonhatan Swift para los países de Gullivert....

¡Ya está bien de cuentos y comedias en la vida política española! ¡Hagamos posible, en las urnas, un progresismo que parece imposible en la mente de nuestros dirigentes y ‘líderes’!.