Hay términos y expresiones que vienen y van en función de cómo corren los tiempos. No es lo mismo ser progre a día de hoy que en el tardofranquismo, cuando la denominada progresía se situaba en la vanguardia ideológica y cultural de un tiempo y de un país que se desperezaba de un largo y oscuro pasado. Actualmente el concepto de progre se ha viciado de tal forma que cualquier persona que defienda el estado del bienestar, la redistribución de la riqueza o sea partidario de un mundo más limpio y justo, corre el peligro de ser denominado progre, en términos despectivos y casi como un insulto. La incorporación del progreso como aspiración política ya aparece en España en el siglo XIX, cuando surge el primer Partido Progresista, formado por liberales radicales que preconizan una serie de cambios como la desamortización de bienes eclesiásticos, un constitucionalismo amplio, la modernización de los medios de producción y una cierta preocupación por el desarrollo de la cultura y el conocimiento. El progreso frente a las posturas inmovilistas, fuertemente cimentadas en una tradición ancestral y hereditaria.

En mis años universitarios, de 1976 a 1981, tiempos de contracultura y profundos cambios políticos, la figura del progre se correspondía con una persona comprometida políticamente, normalmente de izquierdas, con fuertes inquietudes culturales, que adoptaba una estética que le identificaba, tanto en su aspecto físico como en su pensamiento. Ser progre era situarse en la vanguardia de la literatura, de la música o de la política, una forma de ser y vivir que estaba enraizada en aspiraciones de cambio o revolución. Otra cosa es el origen burgués de muchos de estos progres que habían gozado de recursos para acceder a la universidad, que habían viajado y se habían ilustrado, llegando a renegar de sus propios orígenes burgueses. Un redil al que muchos volverían, pasado el fulgor rebelde de juventud.

En el Cáceres de los años 70, una ciudad pequeña y conformista, donde todo el mundo se conocía, la irrupción de la progresía tuvo mucho que ver con la creación de la Universidad de Extremadura. La ciudad se atestó de jóvenes que, al margen de la vida académica, participaban en actos de toda índole, desde mítines por cualquier cuestión, hasta actividades culturales que sacaban a la luz nuevas formas de entender la música, el teatro, la poesía o el arte. Universitarios progres de «sobaco ilustrado» que compraban Cambio 16 o Cuadernos para el Dialogo, que leían libros prohibidos o asistían al cine-club, que se ubicaba en el cine Capitol, donde se proyectaba películas, hasta entonces prohibidas por la censura imperante, donde muchos cacereños descubrimos a Fellini o a Buñuel. Existiendo diferentes garitos que se habían de convertir en lugares de reunión de aquella amalgama de poetas en ciernes, actores de ocasión, cantautores del momento, pintores diferentes o noctámbulos de toda ralea. La progresía como forma de entender el tiempo que les había tocado vivir. No es de extrañar que el término se estandarizase para definir a todos aquellos que mostraban una actitud diferente a la tradición inmovilista. Así aparecen curas y monjas progres, actores progres, maestros progres y hasta empresarios progres. Los progres de antaño desaparecieron, se los llevó la modernidad, desvaneciendo sus sueños revolucionarios, pero dejaron un poso inconformista y libertario que marcó a generaciones venideras.H