La vida está llena de puntos seguidos. Nunca hay puntos finales. Los finales siempre te dejan alguna huella, de manera que permanecen en ti como lo hacen los palmitos en los climas templados. El otro día compré una sandía, de esas que chirrían de alegría al hincarles la faca y arrojan su torrente de zumo y de pepitas en la mesa camilla a la hora de la siesta. Me puse a llorar al pensar que estaba asesinando a una sandía, y me sentí tan estúpido que eso me hacía llorar aún más. Luego me di cuenta de que en realidad lloraba por algo más profundo, tan alargado como las sombras chinescas que mi padre dibujaba con sus manos en la pared del cortijo todas las noches de agosto para mantener entretenida a la chiquillería.

El 13 de marzo se paró el calendario cuando aún no habían florecido las margaritas en el asfalto. A partir de entonces nada ha vuelto a ser como antes. La redacción del periódico en el que trabajo desde hace 29 años se trasladó al salón de casa, con vistas a Camino Llano dentro de un edificio donde el pulsador del ascensor había dejado de sonar. Hasta los medios para hacer periodismo cambiaron, aunque nunca se ha hecho tan buen periodismo como hasta ahora. Todos mis compañeros han demostrado una heroicidad que ha sido un ejemplo de compromiso y entrega a la sociedad cacereña, a la que nos debemos desde el 1 de abril de 1923.

Desde el 13 de marzo, las comparecencias del alcalde, Luis Salaya, se realizaron vía streaming, Carmen, la primera fallecida en Arroyo de la Luz, marcó un antes y un después en la evolución de una pandemia que acumula 506 muertos en Extremadura, la mayor parte de ellos en el Área de Salud de Cáceres y que ha arrastrado unas consecuencias dramáticas para nuestra sociedad, nuestra sanidad y nuestra economía. Ahí han estado los sanitarios, los bomberos, los militares, los comerciantes, los hosteleros, los repartidores, los de la limpieza, los de los parques, los del autobús, los taxistas... el esfuerzo coral de una ciudad que ha hecho aún más grande el nombre de Cáceres.

Los muertos tienen nombres y apellidos y todos merecen recuerdo y homenaje. De los muertos siempre hay alguno que te toca más el corazón. En mi caso ha sido el de mi amigo Alfonso, que con 51 años, se marchó sin la posibilidad de despedida. No fue el coronavirus lo que se lo llevó pero la crisis sanitaria impuso unas lógicas medidas extremas que impidieron el adiós.

El padre de Alfonso era carpintero, un hombre que hacía magia con sus dedos y de ellos sacaba las piezas de ebanistería más hermosas y perfectas que he visto nunca. Aún recuerdo sus manos cepillando la madera y aquella melodía de púas y tornillos que daban vida a esos objetos inanimados que luego se convierten en partes esenciales de nuestros hogares y van conformando nuestros recuerdos. Recuerdo esa cama, recuerdo esa alacena, recuerdo esas puertas de un armario que aún cierra a la perfección aunque hayan pasado cien mil primaveras.

Alfonso y su mellizo José Joaquín nacieron un 15 de octubre. Desde Teléfonos llegó una conferencia con la buena nueva de que Ani había traído al mundo a sus dos criaturas. Yo llegué dos días después. A mí no me gusta hablar solo de Alfonso, a mí me gusta hablar de los mellizos, porque para mí los dos han sido uno. Con ellos aprendí a subirme a los árboles, a lanzar huesos de almecina por tubos de hojalata como si fueran munición de un ejército de caballería, aprendí a jugar a policías y ladrones, al 3x7 y, sobre todo, a hacer carreteras y autopistas increíbles en esa sala grande con balcones que miraban a la Iglesia, mientras su abuela Lucrecia tejía las prendas más primorosas jamás imaginadas en su máquina de coser y la hermana de los mellizos, también llamada Lucrecia, siempre nos regalaba su preciosa sonrisa.

Con los mellizos pasé de la infancia a una adolescencia felicísima, de bailes de verbena, en La Menta y La Calatrava, en esos años en los que descubrir una discoteca era como descubrir el mundo. Con ellos he vivido lo bueno y lo malo, y siempre tuve de sus manos el apoyo y el consuelo en alguno de esos momentos jodidos con los que de vez en cuando el destino te machaca.

Las sensaciones de duelo me derriban de un golpe. Es esa ambivalencia de sentir alegría y tristeza al recordarlo lo que hace más honestos a los seres humanos. Es difícil imaginarme la vida sin él. Porque nuestras vidas empezaron juntas y siempre pensé que terminarían juntas.

Ahora reviso fotografías y ordeno mis recuerdos. Casualmente siempre me veo junto a los mellizos, a los pies del castillo, a la orilla de la piscina, recorriendo el Cabo de Gata en busca de delfines, comiendo pipas en la plaza, cubiertos por una nube de roscos de pan en San Sebastián y zampando napolitanas en la panadería de Abajo y en la de Serafín mientras Mariluz preparaba los primeros cafés de la mañana cuando el conjunto hacía las maletas porque ya habíamos cantado y bailado todo el repertorio, incluyendo, claro, Paquito El Chocolatero y el porompompero de Manolo Escobar.

En esta nueva vida enmascarada nunca olvido a Pachi, el Padre Pacífico, que ha sido mi referente espiritual. Él siempre decía que "el cielo está donde uno sea feliz", así que sé que Alfonso fue siempre feliz bajo su cielo con vistas a La Alcarria, cuando las parras verdecían y había que pelar la almendra.

El otro día estuve en el cementerio de Cáceres. Una hilera de tumbas sin nombres recorrió con escalofrío mi piel, mientras mi temblorosa mano-guante trataba de apuntar la leyenda de una lápida en el cuaderno que me regaló María, la de TodoLibros, para realizar mis anotaciones.

Han sido diez semanas de videollamadas, de aprender a mirar el horizonte con otros ojos. Mañana entramos en la Fase 2 de la desescalada y por fin abre el Centro Comercial Ruta de la Plata, al que todos los cacereños seguiremos llamando Eroski. Si abre el Eroski es que las cosas mejoran, es que empiezan a verse los puntos seguidos.

Por eso, esta crónica callejera, bautizada así por mi compañera Rocío Sánchez y que ininterrumpidamente se ha publicado durante el confinamiento, dice adiós o más bien teclea el punto y seguido.

En esta mañana de domingo mi cabeza ha viajado hasta la calle del Correo, donde María Joaquina, la abuela materna de los mellizos, siempre nos daba para merendar tortas de naranja con chocolate que compraba en 'La Posá' .

Y entonces he echado mano de Gabriel Celaya cuando dedicaba estos versos a su amigo Neruda, que hoy cobran un gran paralelismo: "Te escribo desde un puerto, desde una costa rota, desde un país sin dientes, ni párpados, ni llanto. Te escribo con sus muertos, te escribo por los vivos, por todos los que aguantan y aún luchan duramente".

Guardo este cuaderno. Cuando lo vuelva a abrir ya no quiero que la vida sea como era antes. Quiero que la vida sea como cuando de niño jugaba con los mellizos bajo un azul inmenso, en el rincón donde, puro, limpio, tibio y transparente, resurgía cada día el mundo.