En el callejón por el que salen los toreros se palpa la tensión. Falta menos de media hora para que se inicie la corrida y los diestros Emilio de Justo y Jairo Miguel llegan con caras de circunstancias. "Que empiece. ¡Queremos torear! Hemos trabajado mucho para estar aquí", afirman, mientras los espectadores, que han sabido que la corrida se cancela por unos carteles en la puerta, les aplauden.

"En mi vida me había pasado algo así", afirma José Luis Rodríguez Pablo, mozo de espadas de de Justo, que asegura que el torero se ha enterado de que el mano a mano no iba a celebrarse cuando se estaba vistiendo en el hotel una hora antes de ir a la plaza. "Se han reído de los toreros en su cara y de la afición", afirma. Con gesto de preocupación, Antonio Sánchez Cáceres, padre y apoderado de Jairo, asiste al momento en el callejón. Cuando iba camino de la plaza, ya sospechaba que la tarde no iba a ser de toros sino de polémica.

Mientras tanto, el público ha conseguido llegar hasta sus asientos. Las puertas se han abierto, aunque todo pinta que no habrá corrida. El callejón se empieza a llenar de agentes. Llega el policía que hace las veces de delegado gubernativo para informar a los toreros de que no puede decretarse la suspensión del festejo hasta que no pase una hora. Lo establece así el reglamento, asegura. Faltan las llaves de los toriles. "Emilio, tranquilo, que hay que esperar", le dice al torero, intentando rebajar los nervios.

El reloj marca las siete y diez. Los toreros hacen el paseíllo. Un coche de policía irrumpe con ellos en la arena. El público les aplaude y, tras un cuarto de hora, comienza a pedirle al presidente que dé la orden. Miembros de las cuadrillas llegan a sugerir que se asalten los toriles para que empiece la corrida. "No hay toros ni llave. ¿Para qué empezar?", les dice la autoridad. Son las ocho. Jairo y De Justo se quedan con las ganas de torear.