E España ha sido siempre tierra de buen yantar, que diría un castizo. En sus cocinas se han guisado manjares y adobos, de recio paladar, en los que era difícil distinguir los sabores de cada uno de los ingredientes que se maceraban en sus sartenes y cazuelas. En las paellas valencianas, en los cocidos madrileños, en los potes gallegos, fabadas asturianas o en los gazpachos y salmorejos andaluces se mezclaban los gustos de arroces, legumbres, patatas o berzas con carnes frescas o curadas y con los perfumes de especias exóticas con ingredientes caseros -como ajos, perejiles y laureles-- que reparaban los cuerpos y fortalecían las almas de aquellos afortunados que saciaban su «gazuza» con ellos.

Qué lástima que los antiguos cocineros, que sabían acallar apetitos y cuidar los gustos culinarios de sus clientes con estos recios platos de cuchara y mantel; que tan bien cumplían con la más sabrosa de las bienaventuranzas: «Dar de comer al hambriento»; hayan sido sustituidos modernamente por «chefs snobs» de mentalidad exótica, que sólo se interesan por «consomés», «canapés», «hamburguesas», «pizza», «lasagna» o «kebabs», de aromas exóticos y mucho colesterol.

A veces da la impresión --sobre todo desde hace unos años-- que las artes culinarias «celtibéricas» van derivando hacia la «globalización» y el extrañamiento, como ocurre en tantos aspectos de nuestra economía y de la política. Se ocupan de escenificar concursos, broncas culinarias y programas televisivos para incrementar los beneficios y los intereses del sector --intereses industriales, comerciales y turísticos-- que den al traste con el antiguo sistema tradicional de manjares decantados por la Historia y por la Literatura, que hicieron las delicias de nuestros abuelos, además de llenar varias páginas del «Quijote», con estupendas denominaciones y recetas. Platos y recetas que hoy se han multiplicado en la enorme cantidad de «libros de cocina» publicados, y por los notables ingresos de los cocineros «estrella», que se han hecho un «nombre» en programas y medios de comunicación; moviéndose con habilidad gatuna entre las «estrellas Michelin».

Ya hace mucho tiempo que en nuestro ingenioso País se interrelacionaban las actividades de la cocina --ocultas entre alacenas y pucheros-- con las «trastiendas» de la política; sobre cuyas alfombras se «cocinaban» la mayoría de los «cambalaches» en los que los «gerifaltes» del poder incrementaban sus riquezas, sus cuentas ‘B’ y sus «clientelas»; a base de someter a la gente a nuevos recortes e impuestos: «Quién ha sido cocinero antes que fraile, lo que pasa en la cocina bien lo sabe»; se decía de los administradores que habían sido políticos con anterioridad; y conocían los «trucos» para embaucar a los «votantes» y seguir dándoles «gato por liebre».

Lejos de mi intención criticar a los buenos cocineros desde los renglones --algo torcidos-- de esta «Tribuna»; aunque siempre lamentaré que hayan abandonado las delicias del «cocido» o del «caldo gallego», de la «olla podrida» o de los «duelos y quebrantos», por los platos «de diseño», con nombres afrancesados, presentaciones con escenografía impresionista y «paladares» sinuosos, «con predominio de sabores ligeramente dulces, un toque de acidez muy comedido y ligeras notas de caviar ‘empastado’ en hojaldre y limón».

Como viene ocurriendo con los programas políticos que se anuncian en mítines y «pactos», la «nueva cocina» recurre al lenguaje más obtuso y sofisticado para evitar que sus clientes entiendan a qué saben sus menús.