En una pared del salón colgaba un aparato que en tiempos había servido para calentar camas. Era de bronce y disponía de un receptáculo para las brasas. Puesto que ya estaba deteriorado no satisfacía nuestras necesidades, que no eran otras que las de calentar las camas en invierno. No había calefacción y las casas, excepto la cocina y el comedor, estaban heladas y si calentabas las sábanas con el brasero, su efecto duraba un suspiro. De manera que se inventó la calefacción individual. Las botellas de agua caliente.

Los fogones de leña o de carbón se llenaban rebosantes de agua y cuando estaba muy caliente pasaba a colmar las botellas preparadas para el efecto. Se metían en la cama unos minutos antes de acostarse para que preparan el ambiente. Llegada la hora salías corriendo con el calorcito de las últimas cenizas del brasero y te zambullías entre las sábanas todo encogido y haciendo que la botella recorriera todo tu cuerpo con especial detenimiento en los pies, que solían estar adornados por sabañones. A media noche ya estaba fría, de manera que la única manera de mantener una temperatura relativamente agradable era hacerse un cuatro y taparse hasta la cabeza. Lo peor venía al levantarse.