La sociedad del antiguo régimen se dividía en tres estamentos prácticamente inamovibles: aquéllos que gobernaban y hacían la guerra, la nobleza; aquéllos que oraban, el clero; y aquéllos que trabajaban, los pecheros, esto es, los que pechaban, los que pagaban impuestos, frente a las clases privilegiadas que acumulaban fortunas gracias a su sudor. De ésos poco sabemos, porque la gran historia no se ocupó de ellos, pero sin su trabajo, sin sus manos no hubiera sido posible enriquecer mayorazgos ni construir palacios. Fuera de estos estamentos se situaban los marginados, parias que no pertenecían siquiera a la sociedad: leprosos, tullidos, ciegos, prostitutas, brujas, herejes... Esos por los que había que dar gracias a Dios, que los había creado para que los ricos pudieran practicar la caridad y, así, alcanzar la salvación.

Nobleza segundona

En cualquier caso, ninguno de los tres estamentos era monolítico, puesto que existían notables diferencias entre unos y otros linajes nobles. En Cáceres, al igual que en el resto de la Corona de Castilla, las familias nobles se distinguían en dos grandes grupos, los caballeros o nobleza de primer orden y los escuderos, o nobleza segundona. La primera casa que hoy contemplamos (situada a la izquierda del espectador con respecto a la fachada principal del Palacio de Mayoralgo) es la de los Moraga, pertenecientes a esa nobleza segundona, la de los escuderos. El papel de las familias de segunda fila no debe de ser despreciada, ya que muchos de ellos ocuparon papeles relevantes en la vida pública de la Villa. Esta construcción ya estaba levantada en tiempos de los Reyes Católicos, y uno de sus miembros, Juan Moraga, participó en el consabido homenaje que la Villa hizo a Isabel la Católica en 1477.

La fachada es pequeña, sin pretensiones ni dimensiones palaciegas, con un pequeño arco adovelado radialmente sobre el cual se sitúan los blasones cuartelados, que nos ponen de relieve el afán de esta pequeña familia de mostrar sus parentescos con otras de la nobleza local. Al igual que las armas de los Mayoralgo (que también se encuentran labradas aquí), las de los Moraga presentan un partido dimidiado, en este caso media lis y media torre, lo que se convierte --quizá-- en el elemento más relevante del edificio. El interior es de dimensiones reducidas que giran en torno a un patio irregular y pintoresco. Aquí se situaron la Casa Rectoral de Santa María, y --hasta su venta a la diputación-- diferentes servicios dependientes del obispado. Actualmente está proyectada la situación en ella de un centro de artesanía de la diputación.

También pertenece a la institución provincial el edificio contiguo, conocido como la Casa de los Duques de Valencia y que perteneció a una rama segundona de los Golfines, la de los Golfín Toledo. Pasó a los Duques de Valencia a finales del siglo XIX a través del matrimonio de María Luisa Pérez de Guzmán el Bueno, hija de los Condes de Torre Arias, con José Narváez, III Duque de Valencia. La fachada es recia, consistente, con las armas de Golfín y Toledo sobre otra puerta dovelada.

Hay que resaltar la importancia de los blasones en una época en la que el analfabetismo era elevadísimo, incluso entre la nobleza, y que los escudos servían para identificar a simple vista a los dueños de las casas como hoy ponemos placas en las puertas al identificar a sus propietarios. Es interesante resaltar la importancia de lo visual hasta bien entrado el siglo XX, no en vano, el interés de la Iglesia ?por ejemplo- en fomentar el culto a las imágenes no es otro que el de catequizar con los sentidos a masas analfabetas incapaces de leer, pero ese es un tema que, aquí y ahora, nos desborda.

El interior de la construcción gira en torno a un hermoso patio irregular de dos alturas y alberga los servicios técnicos de obras y jurídicos de la diputación. El exterior se ha reformado profundísimamente y nada tiene que ver con las viejas fotografías que se conservan en las que --todavía-- se puede ver el cacereñísimo encalado de la fachada. Es necesario decir que la parte antigua tal y como la conocemos es, en gran medida, un invento del siglo XX. La piedra de los edificios sólo era vista en la parte noble de cantería de la fachada y en los sillares de las esquinas, principalmente. Las casas se encalaban completamente desde el siglo XVII y, anteriormente, incluso tenían vivos colores. Igualmente se esgrafiaban las fachadas y la mampostería no estaba nunca a la vista.

No se puede decir que sea así en todos los casos, porque en los Interrogatorios del XVIII se hace alusión a algunos palacios sin enjalbegar. Lo cierto es que nuestra ciudad antigua perdió tipismo al prescindir de sus fachadas pintadas y ganó un aspecto pétreo que nunca tuvo. Nuestros antepasados se sorprenderían si vieran hoy el estado actual de sus casas, pero, como ya dijimos, cada época deja su huella sobre la piedra y el que esté libre de pecado, que tire la primera.