Lo que hoy es la calle San Pedro de Alcántara era un intento de calle que albergaba en su margen izquierda varios chalés. Durante la primavera, el olor de las flores inundaba al paseante. Las rosas se asomaban por las puertas de hierro y a veces cabalgaban sobre las tapias, no muy altas. Eran una tentación para la chiquillería. Cierto adolescente, hoy respetable empresario, encontró a las rosas un mejor destino. Se dedicaba a cortarlas con un amigo, bien con sus propias manos, bien con el tirachinas y una vez que conseguían un buen ramo iban a la travesía de San Justo para vendérselas a las prostitutas.

Una tarde, la cosecha fue superior y se les encandiló el ojo: "Esto debe reportarnos más de las cinco pesetas habituales", pensaron. Acordaron un precio y el futuro empresario completó las exigencias con "un beso de película". Llegaron al lupanar, se hicieron presentes con un Ave María y se presentó una de las mujeres. Quedó prendada del ramo y antes de que pasara a sus manos le advirtieron de que tal maravilla requería mayor recompensa, cosa que aceptó sin regañar. "Y un beso de película", exigió el aprendiz. Ella echó una carcajada, llamó a sus compañeras, les contó las exigencias y en medio del escándalo y cachondeo se prestó a los requerimientos del adolescente, que no tuvo remilgos a la hora de emular a Clark Gable y Ava Gadner en Mogambo. Y es que en aquellos tiempos sólo podías dar besos a los familiares, aunque si eran primas ni eso, y por lo tanto un beso de película era una obsesión y algo que probablemente nunca probarías. Claro que incluso esos se daban sin lengua.