Entre las muchas costumbres, hábitos y ceremonias que van ocupando nuestra vida, una de las más placenteras, sin lugar a dudas, se refiere al comienzo de la jornada.

Ya sea porque el sueño se ha vuelto irregular, o bien porque la edad --que todo lo aprende-- te invita a aprovechar el día, levantarse temprano ha dejado de ser una obligación responsable para convertirse en un trámite cotidiano, superado con facilidad dos minutos después del sonido del despertador. Por no hablar de esas mañanas, cada vez más frecuentes por cierto, en las que hemos abierto los ojos antes del recurrente pitido del aparato.

Aun así, --si tiene usted un buen control del momento porque si no, se producen sorpresas desagradables-- estará de acuerdo conmigo en que esos ciento veinte segundos de remoloneo entre las sábanas, saben a gloria, y compensan el momento definitivo en el que la decisión se vuelve inamovible.

En seguida, a tenor del ruido de sus «muelles» y de los sensores que, poco a poco, se encienden en su cuerpo, podrá deducir si el día anterior se pasó con el esfuerzo, si se acostó demasiado tarde, o si todo va normal porque los «crujidos» son los habituales; y sin mucho quejarse, no sea que le venga a la cabeza aquel dicho tan asentado entre la «segunda-y-media» edad, que afirma que «si un día te levantas de la cama y no te duele nada es que ya no estás aquí»; así que, sea práctico e identifique sus síntomas matutinos sin complejos.

No obstante, para cuando quiera apartar de sus pensamientos las distintas dolencias mañaneras, ya se hallará delante de una olorosa y humeante taza de café, --descafeinado o no según el nivel de tensión soportable y, por supuesto, con edulcorante--, té o cualquier otro bebedizo, que devolverá la flexibilidad a su intestino, cada vez más reacio a cumplir con sus obligaciones. Y si, además, su dieta y su gusto le permite un buen pan bien aderezado con abundante aceite extremeño, no parece que sea una mala manera de comenzar la jornada.

Sea como fuere, pasados esos trances mundanos, vulgares pero necesarios, llega uno de los momentos más placenteros del día, esto es, acomodarse debajo de la alcachofa con el agua en su justa temperatura y la radio, sintonizado su programa favorito, con el volumen oportuno, reduciendo la actividad vital a su mínimo imprescindible.

No sé qué pensara usted, pero yo puedo asegurarle que solo las puntuales señales horarias consiguen devolverme a la realidad y normalizar mis niveles de ansiedad, como si anunciaran el comienzo de una nueva jornada con un principio conocido, pero de la que, afortunadamente, ignoramos todo lo demás.