Se me agolpan demasiados recuerdos en estas calles, Alzapiernas, Paneras, Moret, a la que algunos seguimos llamando Cortes, en la que crecí y viví tantas cosas, pero no me dejaré llevar por la melancolía de mis memorias (que a ustedes poco les importan) y me ceñiré a nuestro paseo eterno.

Esta zona que hoy les enseño fue, a partir del siglo XV, la judería nueva, surgida en el momento en que la Plaza de Santa María cedió a la Mayor el testigo de ser el corazón de la Villa. En ese momento, los judíos abandonaron, poco a poco, el Barrio de la Quebrada y se establecieron aquí, en un lugar mucho más cercano al centro económico. La aljama estaba delimitada por las calles de Paneras y General Ezponda (a la que yo prefiero referirme por su antiguo nombre, Empedrada, y formaban --igualmente-- parte de ella la zona alta de la actual Concepción, la Calle de la Cruz y, quizá, la zona superior de Ríos Verdes.

Pero en 1492 se produjo el decreto de expulsión y los hijos de Abraham se vieron forzados a la conversión o el destierro y una parte inmaterial de España, llamada Sefarad, se lanzó a la diáspora conservando la lengua y la cultura de sus mayores. Hoy, todavía, se sienten escalofríos cuando se oye hablar a un sefardí en ladino, ese castellano fosilizado, prueba de un amor inmenso a la tierra desagradecida que un día les expulsó y a la que siguieron profesando un afecto indecible.

En esa zona se levanta el Palacio de la Isla, o Casas de los Blázquez de Cáceres Mayoralgo, una de las familias más peculiares de toda nuestra historia. Aparecen, repentinamente, en el siglo XVI dos Blázquez que ocuparon altos cargos en las diócesis de Coria y Plasencia y que fundaron mayorazgos a favor de un hermano de ambos. Este hermano gastó una verdadera fortuna en conseguir una ejecutoria de hidalguía, lo cual vino a suceder.

Asentados en Cáceres los descendientes de éste se hicieron llamar Blázquez de Cáceres Mayoralgo y pretendían descender del mítico Juan Blázquez, conquistador de la Villa. La nobleza cacereña (menuda era ella) les negó participar en sus círculos, con lo que se vieron obligados a contraer matrimonio con familias de escuderos o a buscar fuera de Cáceres sus consortes.

El vil metal

En 1762 Carlos III concedió el marquesado de la Isla a Matías Jacinto Marín, casado con María Justa Blázquez de Cáceres y llegó a pedir un oficio de Regidor Perpetuo, las viejas familias se opusieron, pero, como poderoso caballero es don dinero, su enorme hacienda de propietario en Arroyo del Puerco y sus influencias hicieron que lo lograra, así como el hábito de caballero de Santiago. Como ven, la táctica de medrar usando el vil metal, no es nueva y en algunas familias, como ésta, cobra tintes repetitivos.

El palacio fue notablemente reformado en el siglo XVI, aunque, con toda probabilidad, se levantó sobre una construcción anterior, como se puede colegir de algunos de sus elementos decorativos, como la bellísima ventana geminada que preside el primer cuerpo del frontispicio a la que, por cierto, le falta el mainel. En la portada vemos, nuevamente, la mano de Sebastiano Serlio, y no me resisto a pregonar mi debilidad por ella. Las dovelas, muy resaltadas, almohadilladas, alternan volúmenes y dimensiones creando unos juegos de luces y sombras de grandísima plasticidad. Las aldabas que se sitúan en la puerta son originales, aunque les sobra --todo hay que decirlo-- el terciopelo.

El resto de la fachada se organiza con vanos adintelados abiertos en diferentes épocas y sobre ella campea la inscripción tan conocida acerca de la nobleza y los actos, que por muy sabida no transcribiré. Se corona la fachada, bajo la cornisa, con hermosísimas gárgolas (quizá reaprovechadas del precedente edificio) que bien merecen la pena unos minutos de contemplación. En el interior, tras el indispensable zaguán, se abre el hermoso patio, de tres alturas, con curiosos antepechos, del que arrancan dos escaleras. En él se observa una armería esgrafiada con el mote vanitas vanitatum. Posee un interesante aljibe y, tras el jardín, se levanta la capilla palatina, que antes fue sinagoga, cuya fachada blasonada da a la Calle de la Cruz, y que hoy sirve de salón de bodas civiles.

Tuvo múltiples usos, comedor, biblioteca, y hoy alberga (tras una magnífica rehabilitación) la Concejalía de Cultura, el Proyecto 2016 y el espectacular Archivo Histórico, verdadero tesoro de nuestra Ciudad, mimado por Fernando Jiménez Berrocal, en el que se conservan más de diez mil documentos de nuestro pasado desde el siglo XIII hasta el XIX.

De niño cruzaba la puerta y, donde hoy se encuentra la sala de exposiciones, se ubicaba la Asociación Filatélica, hablaba con Fernando del Castillo y el bueno de Antonio me daba mis sellos y compraba algún que otro billete antiguo. Hoy, sin embargo, colecciono recuerdos propios y ajenos, sueños de eternidad, esperas, conversaciones y algún beso.