Las pasadas Navidades, los empleados de Catelsa (Hutchinson-Cáceres ) pagaron por su cena navideña 38 euros. En las mismas fechas, los trabajadores de Hutchinson-París cenaron en un elegante restaurante de los Champs Elysées , donde pagaron 34 euros por un cubierto que incluía champagne volonté (hasta reventar, en traducción libre).

No se puede deducir de este dato que ir a un restaurante en París sea más caro que en Cáceres, pero sí es cierto que en París, en Burdeos, en Avilés, en Valencia o en el mismísimo Madrid se puede cenar por 15 euros en un comedor decorado con esmero, tomando platos elaborados con primor y en un ambiente desenfadado a la par que elegante .

Eso, en la ciudad feliz , es, sencillamente, imposible. Aquí, o pagas 30 euros, o tomas unas raciones, o cenas en un italiano gracioso, en un chino repetido o en un tex-mex divertido arriesgándote a que en la mesa de al lado esté tu hija adolescente haciendo manitas con algún indeseable lleno de espinillas.

El primer restaurante del que hablan las crónicas nació precisamente en París (no se sabe bien si en 1765 o en 1777). Lo fundó un tal Boulanger. En la puerta del local colocó una leyenda en latín macarrónico con la expresión ego restaurabo vos y de ese restaurabo nació la palabra restaurante.

LA CARTA La revolución del restaurante fue sustituir la mesa corrida por la individual con servicio exquisito. Boulanger también inventó la carta con los platos y sus precios. Después, tras la Revolución, los jefes de cocina de la nobleza abrieron más restaurantes y los nuevos ricos del nuevo sistema los llenaron.

En Cáceres, lo que había en esos años y mucho después eran ventas y paradores con mesas corridas donde se daba de comer a los arrieros. Aún se recuerdan en la ciudad feliz el Parador del Carmen y la fonda de Camino Llano. La revolución del restaurante de mesa pequeña, menú selecto y servicio esmerado no llega a Cáceres hasta el siglo XX.

Se tiene constancia de que en 1913 abre en la plaza Mayor, esquina General Ezponda, el Café Santa Catalina, donde triunfa el chef Luis Montalbán, hermano del fundador del local, tras regresar de América con altos conocimientos culinarios. Las crónicas recuerdan un excelso menú de fin de año a base de consomé Verniser, langosta parisien, plum de pollo, souflé americano y otras delicias.

A finales de los años 20, llega a Cáceres Antonio Alvarez, iniciador de la dinastía hostelera de los Alvarez, como jefe de cocina del hotel Nieto, situado donde hoy está el Iberia. Don Antonio abre en 1936 el hotel Alvarez (hoy Alfonso IX), en la calle Moret y por su prestigioso restaurante pasarán Millán Astray, Manolete o Lola Flores.

En 1935 abre también el hotel, cafetería y restaurante Jámec (cerraría en 1980), situado en Pintores, donde el cubierto costaba 4.60 pesetas en los años 30. En su restaurante comieron José Antonio Primo de Rivera, Ortega y Gasset, el general Yagüe o Torcuato Fernández Miranda.

De los restaurantes pioneros de Cáceres, el único que ha resistido modas y vaivenes es el Figón de Eustaquio, que es como se llamaba en los años 40 la casa de comidas situada en el Arco de la Estrella. De allí se trasladaría a San Juan para convertirse en el decano cacereño de los herederos del parisino Boulanger.

A partir de finales de los 80, la ciudad feliz ha vivido una eclosión de restaurantes sorprendente por la cantidad y la calidad. El problema es que casi todos parecen apuntarse al alto copete y el placer de salir a cenar se ha convertido en un lujo asiático de mucha etiqueta. Es en ese punto donde la ciudad feliz se diferencia de otras: aquí, los restaurantes, o no llegan o se pasan.