La chiquillería cacereña de hoy sabe de las hogueras de San Jorge, pero quizá no sepa que cuando el que suscribe era chaval, se originaban disputas entre los muchachos de las barriadas por la obtención de leña con la que levantar el generoso amasijo de madera que sería el combustible de las hogueras. Era costumbre recoger todo tipo de leño inservible y mueble viejo donado por algún vecino, acarrearlo, como hacen las hormigas con el grano, y amontonarlo en un solar o descampado del barrio. Desde el inicio de su almacenamiento, 15 días aproximadamente antes de ser prendida, la leña era vigilada con recelo por el grupo de muchachos para evitar que fuera robada por los chicos de algún barrio vecino. Nos gustaba a todos escalar por el montículo de leña para cumplir desde su altura el oficio de vigía. Era empeño de todo barrio acumular mucha madera, aún siendo sisada al vecino, para formar la hoguera más grande de todas las levantadas y presumir de ello. A veces eso provocaba que grupos de chavales rivales, por defender u obtener trastos y tablas, se entregaran a guerras infantiles que terminaban cuando uno soltaba las primeras lágrimas o era reprendido por su padre o madre.

Afortunadamente, esas guerras intestinas no eran más que juegos de chiquillos traviesos. La noche del 22 al 23 de abril no había barrio que no acogiera una gran señal luminaria encendida por un tropel de críos que miraban absortos la altura de sus llamas e intentaban medirlas mentalmente con las hogueras vecinas. Hoy, por San Jorge, aún se realizan algunas fogatas, pero no conllevan aquellos rituales y preparativos, porque los chicos juegan menos en la calle y en los barrios apenas hay lugares donde levantarlas.

También esa noche se celebraba en las escaleras del Arco de la Estrella una batalla entre ficticias tropas de moros y cristianos, formadas por chavales a los que en los talleres municipales, por entonces situados en la ronda del cementerio, se les dotaba de uniformes y espadas de madera aglomerada. Era una divertida guerra intestina que, para regocijo de participantes y público, solía estar cargada de comicidad, porque las espadas terminaban rompiéndose al primer choque. Mientras, las ascuas del fiero dragón derrotado por San Jorge se amontonaban en el suelo empedrado de la plaza Mayor, por entonces más fascinante para mi gusto, al estar desprovista de la bandeja.

Pero durante algunos años, en los 80, hubo incluso contiendas entre dragones. Eran bichos en los que bien se podría haber inspirado Spielberg para rodar su Jurassic Park . No combatían por una dragona, ni por una porción de terreno encantado donde construir un Corte Inglés, perdón, digo un castillo con unas mazmorras de lujo para él y una suite real para su princesa raptada, no, estos eran dragones narcisistas que competían por el premio de mister dragón. Nacieron de la imaginación y el trabajo de los vecinos de los barrios, quienes los creaban para que pasearan sus encantos jurásicos en el desfile de San Jorge y se llevaran un goloso premio en metálico para sus humanos padres. Qué guerras tan pacíficas aquellas.