Más que un profeta" dijo Jesús que era Juan Bautista, cuyo nacimiento se celebra hoy, pintorescamente coloreado con hogueras y festejos taurinos. Lo imaginamos vestido con pieles de animales, en una época muy lejana y un paisaje que poco tiene que ver con el nuestro. Sin embargo, hace cincuenta años el Concilio Vaticano II dijo que todos los cristianos debemos ser profetas.

El profeta no es tanto el que predice el futuro, sino el que es capaz de mirar con hondura el presente y, debajo de hechos aparentemente inconexos, descubre la semilla de algo nuevo y, como creyente, ve en ello la acción salvadora de Dios. Los profetas bíblicos identifican su vida con el mensaje que transmiten y respaldan sus palabras con la autoridad de sus actos. Por eso toda su vida, y no solo su palabra, es mensaje de Dios para sus contemporáneos. Hablan sin miedo y con claridad. Se pronuncian contra la opresión, la pobreza, la violencia, la injusticia y cualquier lacra social que, según ellos, empaña la presencia de Dios. Por eso llegan a derramar su sangre, si hiciera falta, como le ocurrió al Bautista tras criticar la corrupción de los poderosos de su tiempo.

En esta época de crisis, cuando tantas preguntas nos hacemos sin encontrar respuesta, también se necesitan profetas que hablen de Dios con el lenguaje de la vida diaria. No personas teóricas o de las que siempre buscan salidas evasivas, sino de las que afrontan los problemas para buscar soluciones con los demás y caminos de liberación personal y colectiva. Un buen profeta, creyente de verdad, es alguien enraizado en su pueblo, impulsado constantemente por el amor, que disfruta haciendo el bien a los demás y ha asumido como suyo el acontecer del mundo y de su gente. Además, por eso se lo juega todo. Como el Bautista.