TAtmbatus scripsi carlae praisom segias erba muitieas arimo-". ¡Alto ahí! No se me encocoren y no me acusen de "petulante" (en todo caso, sería pedante). Con permiso, eso es una transcripción, con caracteres latinos, del vetustísimo idioma lusitano. ¿Que de dónde he sacado yo eso? De una página web sobre el asunto, que para eso hoy, en internet, se puede llegar a todos los sitios.

¿A cuento de qué toda esta vaina? A que fuimos de lambudeo, perdón, de paseo, a Sansueña, al sitio llamado así porque está sito en un promontorio rodeado por el arroyo de tal nombre, afluente, allí mismo, del Salor. El arroyo de Sansueña. Lo que ya no alcanzo es a saber por qué ese nombre para ese venero de cauce estacional, bueno, seco casi siempre por culpa de estas pertinaces sequías.

¿Y qué tiene que ver Sansueña con el lusitano? Hombre, porque el lugar está cerca de Arroyo de la Luz; si bien, yo creo que está más cerca de Aliseda, en fin, entre una y otra localidades. Pero el nombre tiene miga, porque lo cita nada menos que Cervantes en El Quijote. Lo que leen. En el capítulo XVI de la segunda parte de la historia del famoso caballero, en una de las frecuentes diatribas entre el hidalgo y su escudero, a propósito de una dama y un moro, aparece el nombre del rey moro Marsilio de Sansueña. ¿Qué Sansueña? Más adelante Cervantes lo nombra Marsilio de Zaragoza.

Decía que Arroyo es uno de los tres sitios en los que se han encontrado textos lusitanos; los otros dos están en Portugal, y son Cabeço das Fraguas y Lamas de Moledo.

Llegados a esto, ya nos hacemos un lío entre vetones y lusitanos, Arroyo y Sansueña, y vamos a tener que pedirle a los doctos que nos aclaren este caudal de ciencia e historia.

Lo cierto, para nosotros, es que todo esto es fascinante. Que se conozca, aunque sea una minucia, algo de aquello que hablaron, hace dos mil quinientos años, aquellas pobres gentes que vivieron en ese sitio determinado-nos embebe y nos emboba.

Allí, a mano derecha de Aliseda, según se va para Valencia de Alcántara, cementerio abajo, por un camino bastante fragoso y hostil, dejamos el auto y caminamos un par de ballestazos hasta el mero cauce del Salor. En el otro lado está Sansueña. El Salor, a estas alturas del año y tras semejante pertinaz sequía, nos mostraba unas tablas de aguas verdes que daba miedo mirarlas.

Por una pasera de juncos llegamos a la orilla diestra y subimos al cerro, fuertemente poblado de olivos y acebuches, que albergó las vidas de aquellos a los que nos hemos referido antes. Fortaleza de murallas desvencijadas, montoneras de piedras, que fueron casa y habitación de primitivos pobladores, muros de defensa, algunos tan reciamente conservados, huella de los salteadores de tesoros que, sin escrúpulos, han abiertos oquedades y buráncolas por doquiera, en busca de supuestas riquezas y joyas fabulosas. Casi todo el reducto al albergue del cauce curvo del arroyo que busca al río, menos la entrada nordeste, en la que se destaca la muralla en talud mejor conservada.

En fin, Sansueña duerme la urdimbre de los siglos. Suponemos, imaginamos, soñamos que el imperceptible pálpito, de lo que allí hubo y existió, nota la presencia de los que visitamos, con respeto y devoción, la huella de su paso por la tierra. Sic transit-