Yo fui testigo de los efectos del accidente, junto a mi familia, cuando regresaba de vacaciones y el horror se cruzó de la forma más cruel: una mujer acababa de ser atropellada. Paramos el vehículo, justo detrás de otros dos, y solo puedo recordar escenas aisladas, como fotos fijas.

La mujer yacía en la cuneta, el vehículo que acababa de atropellarla, al otro lado de la carretera, y junto a él su conductor, del que solo recuerdo la cara de espanto con ambas manos en la cabeza. Mientras algunos tratábamos de hacer señales a los otros vehículos para evitar nuevos accidentes y otros llamaban a las asistencias, al otro lado de la carretera, de un camino surgió un hombre que contemplaba la escena con una cara que no olvidaré: no había horror ni espanto. Miraba con una quietud que solo alteraba sus ojos desorbitados, mientras repetía de manera casi inaudible: "acabo de perder a la mujer".

De repente, uno de los presentes se dio cuenta de que en el lugar del atropello además de un zapato de mujer había otro de niño. Alguien a mi espalda dijo: "Sí, la abuela iba con un niño. Nos ha adelantado paseando, y nos ha llamado la atención porque el niño iba preguntándole por qué en el pueblo no nevaba nunca". Empezamos a mirar alrededor para localizar al niño y creo que rápidamente alguien señaló gritando a una zona de pastos: "el niño".

El tiempo seguía inmóvil, solo avanzaba el espanto entre los sollozos de unos y el estupor de otros.El sol seguía brillando inmisericorde al final de la carretera, ajeno al drama que acababa de desencadenar su luz fatídicamente cegadora en los ojos de un conductor que seguía con las manos en la cabeza y la mirada definitivamente sin luz.

Soy consciente de que el drama tiene varias caras. Lo que me motiva a escribir esto es puramente egoísta: la necesidad de que ese tiempo que el horror hizo inmóvil fluya nuevamente. Vano intento quizás, ya que no existe consuelo ante ese escándalo que es la muerte de un niño que no llegó a conocer la nieve.