Por las venas de nuestro cuerpo corre sangre de agricultor. La agricultura, el cultivo de las plantas y la domesticación de los animales, está en el origen y el desarrollo de nuestra civilización. No solo es el principal abastecedor de nuestras despensas, lo que ya por si solo explicaría la trascendencia que tiene y la especial consideración que le debemos, sino que es la impulsora de muchas ciencias, como la Biología, la Química, la Medicina mediante las plantas medicinales e incluso la Astronomía se desarrolló para ayudar al agricultor a descifrar las señales del cielo al que sigue mirando con la esperanza de buenas expectativas.

Sin la agricultura y sin los agricultores no podríamos explicar la trama urbana de nuestros pueblos ni su arquitectura orientadas a satisfacer sus necesidades; las fiestas, ligadas a la siembra y la recolección, no tendrían sentido; las tradiciones y el lenguaje local no existirían; la misma localización del poblamiento sería incomprensible; la estructura social hubiera sido otra y le da sentido a las vías de comunicación.

Está presente en las artes, la música, la pintura, la literatura; el folklore nos remite a las labores del campo, a las costumbres de las sociedades rurales. Es por lo tanto la cuna en la que nacimos, la mesa en la que nos alimentamos, el ocio del que disfrutamos, el aire que respiramos y el paisaje que nos embelesa.

He sido testigo, y alguna vez protagonista ocasional, de la dureza del trabajo del agricultor, he visto mirar al cielo con frustración, con esperanza y con agradecimiento, he presenciado siembras y cosechas y he comprendido que toda esa tarea no está suficientemente recompensada ni reconocida por lo que me siento impelido a solidarizarme con ellos y concluir que los problemas de los agricultores son mis problemas, sus angustias son mis angustias y sus reivindicaciones son mis reivindicaciones.

Una cosa lamento, que no sé cómo se solucionan sus múltiples problemas, y una cosa deseo, que se solucionen satisfactoriamente.